
Extracción de la piedra de la locura, 1488 – 1516
Fuente: https://www.meisterdrucke.ie/
Hace algún tiempo, un vecino se me acercó en la entrada del edificio donde vivimos y, casi sin saludarme, me tomó del brazo y literalmente me arrastró hacia el salón de reuniones. Me hizo entrar y, una vez que ambos estuvimos dentro, cerró la puerta con llave, no sin antes asegurarse de que nadie nos hubiera visto entrar.
Ya sentados, muy cerca uno del otro, comenzó su discurso pidiéndome absoluta confidencialidad sobre lo que iba a contarme. A esas alturas, mi curiosidad estaba en su punto máximo.
Entonces comenzó su relato:
—Acabo de llegar de cuidados intensivos en una clínica donde estuvo mi hija de 16 años.
Estuvo hospitalizada tres días por fuertes palpitaciones y ahogos. Esta es la tercera clínica a la que la he llevado, y ya ha sido evaluada por varios especialistas. Le comento esto porque alguien me sugirió que podría necesitar ver a un psiquiatra. Pero eso sí, quiero que usted la atienda en mi apartamento… y que no le recete ningún medicamento. Yo no quiero medicinas psiquiátricas para mi hija.
Ese fue un caso. Hace poco llamaron solicitando una consulta para una señora de edad avanzada que presentaba comportamientos extraños. Al final de la conversaciones quien solicitó la consulta pidió que por favor que el doctor diga que es neurólogo, no psiquiatra porque los otros hijos no querían que su madre fuera tratada por un psiquiatra.
Sin embargo, lo más difícil a lo que nos enfrentamos los psiquiatras es a la negación de la enfermedad, no solo por parte del paciente sino también de los familiares, como el siguiente caso.
Mujer de 27 años quien debutó a los 22 años con un episodio maníaco. Se compensa y termina su carrera.
De allí para acá ya ha hecho varios episodios, uno de los cuales ameritó hospitalización. Las recidivas se dan porque la madre comienza a reducir las dosis del medicamento hasta que la joven hace un nuevo brote.
Estos episodios ilustran con claridad lo que aún existe alrededor de la psiquiatría: el estigma y la ignorancia. El primero es consecuencia del segundo.
Ignorancia incluso entre los propios médicos. Ante un caso como el primero ¿no saben acaso que los trastornos de ansiedad existen? ¿Tampoco comprenden que, cuando no hay hallazgos orgánicos ni paraclínicos que justifiquen los síntomas, hay que pensar en una causa psicológica? Eso no significa que el paciente esté “loco”. Y si lo estuviera, es precisamente cuando más necesita ayuda.