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Solo apuesto en mi cabeza porque cuando lo he hecho en la realidad, pierdo. En este caso había apostado cientos de veces a que las cosas iban a ocurrir así, como si nada, y hubiera ganado.
Manolo estaba sentado en un banco de la plaza frente a mi casa. Con la cara hacia el sol otoñal y los ojos cerrados, como si en vez de sangre tuviera clorofila y buscara la luz con la misma devoción de una planta. Mientras me le acercaba, apostaba de nuevo a cuáles serían sus palabras después de casi un año de desaparición inexplicada.
─ Hola ─ me dijo cuando le hice sombra y como si nos hubiéramos visto ayer.
Habría ganado de nuevo. Lo sabía, lo sabía perfectamente, Manolo no pensaba acusar recibo de lo ocurrido. Simplemente había desaparecido y ahora aparecía de nuevo. Eso era todo y era de lo más normal.
Comencé a buscar una piedra del tamaño adecuado para intentar un método expedito de hacerle comprender que lo normal era otra cosa. Lo normal era que me explicara lo que le había pasado, pero para cuando conseguí la piedra perfecta, Manolo comenzó a hablar con la misma voz con la que siempre me convencía de sus certezas.
─ Tenía que irme, me estaba convirtiendo en lo que más detesto, en una especie de primero de la clase que tiene todas las respuestas y, lo peor, que se satisface con ellas. Necesitaba vaciarme y comenzar de nuevo con ojos que se asombren de todo y por todo.
Manolo se calló. Yo no sabía si eso sería todo o su explicación llegaría más lejos. En todo caso solté la piedra y decidí preguntarle:
─ ¿Y qué conseguiste?
─ Conseguí hacerme preguntas no tanto para buscar respuestas sino para vivir lo que es el “no saber” y disfrutarlo.
─ Entonces ¿ahora no te interesa saber o explicar nada?
─ Solo si cada respuesta me conduce a otra pregunta. Solo si ninguna respuesta me satisface del todo. Como si siempre necesitara más.
─ Pero ¿por qué tenías que desaparecer? ─ pregunté y, al hacer la pregunta, me asaltó la duda sobre si su respuesta sería suficiente.
─ Uno solo desaparece cuando deja de hacerse preguntas. Es como haber terminado el último examen de una carrera, es como morirse en cierto modo.
Pensé que Manolo era otro, pero todavía era lo suficientemente raro como para reconocer a mi amigo.
─ ¿Nos vemos mañana? ─ pregunté y Manolo me miró, sonrió y, antes de cerrar los ojos y buscar el sol me dijo:
─ Vivamos con la pregunta.
Y se quedó “como si nada”.