
Orpheus and Eurydice, c. 1620
Fuente: https://commons.wikimedia.org/
El secreto de una gran historia de amor reside en que los amantes se atraen como imanes y luego se separan por las circunstancias. O, como decían los griegos, por el Destino. Orfeo y Eurídice estaban destinados el uno para el otro, pero tuvieron que pasar por el Infierno antes de poder reencontrarse.
Orfeo era músico y poeta: el John Lennon del mundo antiguo, si caben tales comparaciones. Cuando tocaba la lira, los pájaros callaban en los árboles, las fieras se detenían a medio paso, y Eurídice sentía que su corazón palpitaba como si un ángel se hubiera posado sobre sus costillas. Ninguna descripción puede contener la belleza de su música; la única comparación verdadera es la propia Eurídice.
Antes de conocerla, Orfeo había viajado lejos. En Egipto, entre las arenas del desierto y los ritos secretos, aprendió ceremonias desconocidas incluso para los griegos. Allí descubrió nuevos acordes, nuevas formas de tejer palabras en algo parecido al fuego elegíaco. Al regresar a casa, conoció a Eurídice, y el mundo encajó. Se casaron. Compusieron música. Hicieron el amor. Su felicidad era tan radiante que atrajo la atención del Destino.
Una tarde, mientras Eurídice caminaba sola, Aristeo, un pastor deslumbrado por su belleza, la persiguió. El deseo se convirtió en violencia. Virgilio nos cuenta que pretendió violarla. Pero el Destino intervino: ella pisó una víbora. La mordedura salvó su virtud y le robó la vida en el mismo instante.
Orfeo siguió tocando. Su duelo era tan crudo que ninfas y deidades lloraron lagos. Había creído que sus días errantes habían terminado, pero el dolor, como tantas otras veces, se convirtió en su propia brújula. Viajó al Inframundo para recuperar a la mujer que amaba.
A las puertas se enfrentó a Cerbero, el sabueso de tres cabezas con cola de serpiente y una melena de serpientes vivas. La bestia no tenía oído para la música, y Orfeo casi retrocedió. Entonces ocurrió lo inesperado: Hades y Perséfone, conmovidos por el dolor de su canto, le concedieron una única oportunidad. Podría guiar a Eurídice de vuelta al mundo de los vivos, pero solo si caminaba delante y no miraba atrás hasta que ambos estuvieran en la superficie.
La orden evoca el Génesis: la esposa de Lot miró hacia atrás, a Sodoma, y se convirtió en una columna de sal. Orfeo, creyéndose más fuerte que la fragilidad humana, perseveró. Pero el deseo nubla el juicio. Cuando la luz del sol alcanzó las piedras del pasaje, miró hacia atrás. Eurídice se desvaneció —dos veces muerta— deslizándose como humo hacia la oscuridad que casi había vencido.
Vagando desesperado, Orfeo se encontró con las Ménades, devotas de Dioniso, embriagadas por un frenesí extático. Lo destrozaron, aunque nadie sabe decir por qué. Al morir, su alma descendió al Hades, donde Eurídice lo esperaba. Allí, finalmente, vivieron una muerte larga y feliz.