
El anciano contador de historias, 1940
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Había nacido en un rincón perdido, de llanuras sin fin, donde el mundo parecía terminar en el horizonte. Pero el muchacho partió, y en cada ciudad, cada puerto, cada plaza iluminada por faroles, se convertía en el centro de atención. Sus historias eran encantamientos: hablaba de mercados donde se vendían especias que perfumaban calles enteras, de templos suspendidos en precipicios, de lenguas que danzaban en la boca como música. Y mientras hechizaba audiencias con memorias de tierras lejanas, recogía nuevas historias como quien junta tesoros—leyendas susurradas por pescadores, secretos de viejas abuelas, tragedias murmuradas en tabernas.
Se convirtió en leyenda viva, el hombre que conocía todos los caminos del mundo. Pero cuando los años le pesaron en los huesos y la nostalgia de la tierra natal lo asaltó como fiebre, buscó el camino de vuelta. Recorrió mapas con dedos temblorosos, interrogó a viajeros, siguió senderos que juraría reconocer. En vano. Conocía el mundo entero, pero había perdido para siempre el único camino que verdaderamente importaba: aquel que lo llevaría de regreso a casa.