
Litografía de la serie “Crímenes y castigos”, 1902
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Todos en algún momento nos hemos sentido maltratados o injustamente tratados: una factura mal cobrada, una atención deficiente, un trámite que no sale como debería. Reclamar es parte de nuestros derechos y, en la mayoría de los casos, el problema se resuelve y seguimos adelante.
Pero existe una situación particular en la que la queja se convierte en el centro de la vida de una persona: el delirio querulante.
El término proviene del latín querulus, que significa “quejumbroso”. Se trata de un trastorno en el que alguien desarrolla la convicción inamovible de haber sido víctima de una injusticia —aunque no existan pruebas— y dedica enormes esfuerzos a exigir reparación.
No hablamos de un simple inconformismo, sino de una creencia delirante: el individuo está absolutamente seguro de que tiene razón y nada ni nadie puede convencerlo de lo contrario.
Quien padece este trastorno suele presentar quejas y denuncias una y otra vez, sin descanso, incluso redactar cartas, escritos o expedientes interminables.
Sospecha de conspiraciones o alianzas en su contra y convierte el reclamo en la misión central de su vida.
Por ejemplo, una persona puede creer que una institución pública, una empresa o incluso sus propios vecinos han tramado un plan para perjudicarla. Aunque existan informes, peritajes o resoluciones legales que demuestren lo contrario, seguirá convencida de estar siendo víctima de un atropello.
Reclamar es legítimo, y en sociedades democráticas es un derecho fundamental. La diferencia con el delirio querulante está en la desproporción y la obsesión: el reclamo deja de ser un acto puntual y razonable para convertirse en una lucha interminable, cargada de sospechas y certezas infundadas.
El delirio querulante puede traer grandes dificultades, tales como aislamiento social, porque familiares y amigos se cansan de la insistencia.
Conflictos legales, al interponer denuncias sin fundamento.
Desgaste emocional, al vivir constantemente en la sensación de ser perseguido o engañado.
El delirio querulante nos recuerda que la frontera entre una queja legitima y un trastorno mental puede ser muy fina. Mientras que reclamar lo justo es un acto saludable y necesario, vivir atado a una causa imposible puede convertirse en una prisión personal. Reconocerlo no solo ayuda a quien lo padece, sino también a una sociedad que necesita distinguir entre justicia y obsesión.
