
Mujer con sombrilla frente a una sombrerería, 1914
Fuente: https://fineartamerica.com/
Son una tentación.
Sean Fedora, Panamá, de ala corta, ancha, artesanales o de marcas famosas como Borsalino, Stetson, Brixton.
Tengo una colección, pues no me resisto y siempre que salgo de viaje me compro uno nuevo.
Sí, son los sombreros y su magia.
Escribo estas líneas desde Barcelona, España, donde estoy en visita familiar.
Aparte de sus maravillas arquitectónicas románicas, góticas y modernistas, tengo tres paradas obligadas en esta bella ciudad: La Casa del Libro; Vestopazzos, una joyería donde hacen maravillas con chatarra y Mil, la sombrerería más antigua de Barcelona.
Me juré a mí misma que la visitaría pero no compraría ningún sombrero.
Abierta en 1856, esta sombrerería lleva más de cuatro generaciones ofreciendo sus productos a locales y celebridades como Ingrid Bergman, Tony Curtis y Francis Ford Coppola o más recientemente Robert de Niro y Scarlett Johansson.
Me eché a la calle y después de perderme en esta vibrante ciudad, la encontré.
Traspasar su umbral es un viaje en el tiempo.
A mi alrededor, elegantísimos sombreros que parecían contar historias.
Me probé unos cuantos, pero me dije: ¡no!
Me tropecé con uno amarillo, aterciopelado, maravilloso, y otra vez me dije: ¡no!
Lo demás es historia.
Salí de la sombrerería radiante, orgullosa de mí misma, con una sonrisa inmensa.
Tan es así que, al salir a la calle, un misterioso caballero de “fina estampa”, como dice la canción, se me aproximó y me dijo:
– Nunca pierdas la sonrisa.
Yo le di las gracias con un gesto de mi mano sobre el ala de mi espléndido y amarillísimo sombrero nuevo.
Bien decía Oscar Wilde que uno puede resistirse a todo menos a la tentación.
