
Imagen generada por la IA de Google
Augusto, profesor de literatura, compartía la habitación doble del hospital con un mecánico que no paraba de hablar. Durante tres días, Augusto respondió con monosílabos mientras el otro llenaba el silencio con historias sobre motores, coches resucitados y piezas raras encontradas en desguaces. Augusto, acostumbrado a los matices del lenguaje escrito y a los silencios cargados de significado, no podía imaginar qué podría tener en común con alguien que pasaba los días con las manos manchadas de grasa.
Al cuarto día, sonó el teléfono de Augusto. Era Pablo, su hermano de Buenos Aires. Augusto se levantó con dificultad, aun recuperándose de la operación de vesícula, y se acercó a la ventana. Habló en español sobre su madre, sus sobrinos, la política argentina, olvidando por momentos el olor a antiséptico y el pitido de los monitores.
Cuando colgó, el mecánico estaba despierto, con expresión soñadora. «Me gustó oírte hablar español», dijo. «Tu voz… me recordó a alguien». Augusto se preparó para otra historia sobre clientes. «Pablo Neruda», completó él.
Augusto se detuvo, mirando a su compañero de habitación como si lo viera por primera vez. El mecánico cogió el móvil y le mostró un vídeo: Neruda recitando en portugués, idioma que Neruda no conocía; su voz profunda y cadenciosa hacía que cada palabra pareciera esencial. Augusto escuchó en silencio, sintiendo que algo se aflojaba dentro de su pecho. No corrigió el error sobre el idioma.
«Mi padre solía recitar poesía mientras trabajaba», explicó Ricardo. «Decía que arreglar un motor era como entender un poema: había que sentir el ritmo, entender lo que no se decía. Neruda era su favorito».
A la mañana siguiente, la enfermera los encontró a los dos conversando. Augusto hablaba de Lorca y Ricardo escuchaba con la atención que dedicaba al sonido de un motor fallando, buscando en las palabras el ritmo secreto de las cosas.