
Fotografía: Alfredo Behrens
Salí de casa sin ningún propósito concreto, con el alma filosófica en modo espera. Por el camino habitual, pasé por delante de la casa en obras que ya conozco de memoria, esa ruina perpetua que lleva meses sin caer ni levantarse, suspendida en un estado de impermanencia filosófica, si no fuera simplemente por mala gestión. La novedad del día era modesta: por fin habían talado ese árbol inútil que tapaba la vista del terreno. Y fue precisamente cuando se abrió el paisaje cuando la vi.
O mejor dicho, cuando las vi. Dos cabras. Una encaramada en la ventana del primer piso, otra justo debajo, ambas inmóviles, contemplándome con esa serenidad pirenaica que solo los rumiantes pueden proyectar. No era una mirada desafiante ni temerosa, era pura observación, como si yo fuera un fenómeno meteorológico pasajero y ellas tuvieran todo el tiempo del mundo para estudiarme.
. No vivo en un corral, y los únicos cuadrúpedos que hay por aquí suelen estar atados con correas a sus ansiosos dueños. Pero allí estaban, desplazadas con una dignidad admirable, como quienes aceptan lo absurdo sin dramatismo. Pensé en Camus y en su hombre absurdo que se rebela contra el mundo. Las cabras, por el contrario, parecían haber hecho las paces con el universo, o tal vez simplemente no leían filosofía francesa.
Conseguí sacar una foto. Cuando levanté el móvil para sacar la segunda, ya se habían bajado del pedestal, desinteresadas por mi documentación. Había algo zen en ese rechazo involuntario, como si el misterio solo funcionara mientras no se intentara capturar. La primera mirada era presente; la segunda ya sería archivo, nostalgia, prueba. Y las cabras no estaban interesadas en pruebas.
Más tarde, ya en casa, consulté a la IA con la pregunta más ridícula que hice en toda la semana: ¿por qué las cabras suben a lugares altos? La respuesta llegó envuelta en certeza algorítmica: les gusta la altura porque se sienten seguras con la espalda contra la roca. Los depredadores vienen desde abajo; la elevación es una estrategia de supervivencia. Tiene todo el sentido, claro. Pero también me hizo pensar que, en el fondo, no somos tan diferentes.
En tiempos inciertos, cada uno busca su roca, su lugar elevado desde donde observar el caos sin ser atrapado por él. Las cabras encontraron una ventana en una obra abandonada. Yo tengo mi sofá, mi pequeño promontorio doméstico desde donde observo el mundo a través de pantallas y ventanas, quieto y ligeramente receloso, equilibrándome entre el escepticismo y una curiosidad que se niega a desaparecer.
Quizás la única diferencia sea que las cabras saben instintivamente lo que yo todavía intento aprender: que no es necesario bajar al nivel del caos para comprenderlo. Basta con encontrar la altura adecuada, apoyar la espalda en la roca y observar. Con paciencia. Con serenidad pirenaica. Y sin hacer demasiadas fotos.