Fuente: https://www.arte-online.net/
Cuando era pequeña, en segundo de primaria, tuve una maestra memorable. Era pequeña y delicada, y ya tenía el pelo blanco. Y a pesar de la cantidad de alumnos a su cargo, tuvo la bondad de encontrar en mí una escritora. Después de la primera vez que leyó algo que escribí en una actividad propuesta, me pidió que escribiera todos los días, y leyó todos los textos con gusto. Al terminar el curso escolar, no la volví a ver. Y sin mi única lectora, la escritura se durmió en mí.
Con el paso de los años, de adulta, ya no recordaba que había sido “escritora”. Hasta que conseguí un trabajo relacionado con la escritura. Era auxiliar de aula, básicamente anotando lo que el médico me dictaba durante la ecografía. Y ahí fue cuando todo cambió.
Uno de los médicos con los que trabajé me pidió que escribiera en un cuaderno cinco minutos cada día. Y él leyó todos los textos, y volví a ganarme un lector fiel. El médico también era lector de Atril, y recibía la revista todos las semanas.
Me cautivaron de inmediato los colores brillantes, el arte que acompañaba los textos y lo agradable que era leerlos, algo placentero. Noté que al final había una dirección de correo electrónico a la que podíamos enviar un texto y que este se publicara. ¿Pero se publicaría el mío? Todos los autores tenían títulos universitarios, algunos con maestrías o doctorados. Aun así, me armé de valor y envié el texto. ¡Al día siguiente recibí una respuesta diciendo que se publicaría! Recuerdo exactamente dónde estaba, en el metro; me conmovió la respuesta.
¡Fue entonces cuando una parte de mí viajó por primera vez! Y el pequeño escritor brasileño, con dos lectores fieles, llegó a lectores de fuera del país. Atril cumplió un sueño de infancia que había estado latente. Y tú, querido lector, también formas parte de esto. Agradezco especialmente a mi profesor y al médico por ver al escritor en mí.
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