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A ver: ¿desde cuándo no te comes un caramelo sin pensar en el azúcar, las calorías o el regaño del médico?
Antes lo hacíamos sin culpa: lo sacábamos del bolsillo, lo pelábamos con los dientes y lo dejábamos derretirse despacito, como quien saborea un secreto. Ahora lo miramos con miedo, como si fuera dinamita envuelta en papel brillante.
El martes pasado fue el Día Mundial del Caramelo, y uno no puede dejar pasar algo así sin rendirle homenaje. Porque ese invento tiene mucha historia. Ya los médicos sumerios, hace miles de años, preparaban una especie de pastilla de menta con carbonato para aliviar indigestiones. Es decir, el primer caramelo nació como medicina. Lo que empezó curando el estómago terminó curando el alma.
Luego vinieron los egipcios con sus caramelos para la tos; en la India surgieron las golosinas basadas en caña de azúcar hervida y hecha en porciones individuales alrededor del año 250 (las llamaban khanda); los persas y los griegos lo llevaron a Europa, y los venecianos del siglo XIV lo convirtieron en lujo para ricos.
Los franceses bautizaron el invento con elegancia: «candy sucre». A los norteamericanos les encantó el nombre, pero les sobró la poesía: lo redujeron a «candy», que suena más a industria que a delicia, ¿o no?
En aquella época, un caramelo valía casi tanto como una joya. No fue hasta el siglo XIX, con la bendita remolacha y las máquinas nuevas, que el dulce se hizo popular. En 1847 se inventó la prensa de caramelos, y el mundo se llenó de colores, sabores y niños pegajosos.
El caramelo no es solo azúcar: es infancia concentrada. Es el premio del abuelo, el consuelo después de la vacuna, la excusa perfecta para no hablar con la boca vacía. Uno no se acuerda del sabor, sino del momento. Del papelito arrugado, del ruido al abrirlo… Porque coincidirás conmigo en que todo lo que engorda viene envuelto en un papel ruidoso que suena en los momentos más inoportunos, precisamente cuando te vas a comer algo a escondidas.
Mis preferidos son los de café, los de miel y los butterscotch ingleses. ¡Ya los estoy saboreando en mi mente!
Atrévete cuando te provoque, que los dioses de la glucosa nos sean propicios y que el dentista espere. Al fin y al cabo, ¡pocas cosas en la vida —como el caramelo— merecen ser saboreadas con remordimiento!