Ilustración de manos tocando un piano, 1937
Fuente: https://www.meisterdrucke.ie/
Solo voy a las premiaciones si son amigos míos. No me interesa si son merecedores o no del premio. Esa noche, además, la galardonada era Esperanza Urzibi con quien yo tenía la esperanza (perdón por la redundancia) de compartir un día algo más que una charla amistosa. De manera que me presenté con mi cara de evento social # 3.
Me costó bastante vencer la muralla de compañeros admiradores, aduladores, curiosos o envidiosos que la rodeaba. Después de la sonrisa y abrazo de rigor le reiteré mi admiración y regalé también algunos halagos al acto.
─ Lástima de la música, parece de consultorio de odontólogo ─ fue su extraño comentario.
Iba a explicarse más, pero la “nube” la raptó hacia nuevas presentaciones, saludos y gestos de alabanza a los que no pudo resistirse. Y así me quedé pescando una copa y poniendo atención a la música. La descripción de Esperanza había sido precisa, un joven pianista que no levantaba la vista del teclado hilaba una melodía con otra, pero no lograba hacer música. Era como la línea plana del electro de un muerto. De pronto me asaltó la compasión por aquel muchacho que parecía hacer esfuerzos desesperados por mantenerse ahí, donde nadie le veía, ni escuchaba, ni importaba.
Llamaron a todos a la terraza para ver el espectáculo de fuegos artificiales preparado en honor a Esperanza y su libro. Yo pensé que era mejor irme y cuando todos subieron yo busqué la salida escaleras abajo, hasta que algo me detuvo. Era un sonido mágico.
En el mismo salón, el mismo pianista, ahora con los ojos cerrados, tocaba en pianissimo un tema con variaciones desconocido para mí. Una melodía brillante en su sencillez se transformaba una y otra vez en algo nuevo, distinto, más agresivo o más dulce o más desafiante o más sutil como una secuencia satinada de emociones.
No quise hacerme ver para no romper el encanto, pero algún rumor anunció el regreso de los invitados y el joven bajó la mirada hacia el teclado y volvió a su música para sordos. Ya no había maravillas, solo música de consultorio.
No sé si el muchacho se guardaba esos tesoros musicales solo para él o los compartía con aquellos que pudieran disfrutarlo, pero sí sé que a veces nos guardamos lo mejor de nosotros mismos y les damos música de consultorio a los demás. El problema es decidir quién merece compartir nuestro pianissimo misterio.
