Imagen generada por la IA de Google
Ocupa uno de esos locales que cualquier comerciante mataría por tener. Está en pleno centro, donde el flujo de gente nunca cesa, donde cada transeúnte es un cliente potencial arrastrado por el impulso de comprar algo que no necesitaba hasta hace dos minutos. Es el tipo de ubicación que convierte productos mediocres en éxitos rotundos, simplemente porque miles de ojos los ven cada día.
Pero esta tienda parece haber renunciado a su propia ventaja.
Su fachada luce marchita, con ese aspecto de quien dejó de intentar hace años. Los rótulos anuncian servicios de gestoría: trámites, papeleos, ese tipo de cosas que uno resuelve por obligación, no por placer ni impulso. Nada que invite a cruzar el umbral. Nada que despierte ese cosquilleo del “déjame ver qué tienen”.
Quizás sea precisamente ahí donde reside el secreto de su supervivencia: el dueño, sin la guillotina del alquiler sobre su cuello, no siente la urgencia que asfixia a otros comerciantes. Puede darse el lujo de la indiferencia.
Para justificar que las luces sigan encendidas, instaló una máquina expendedora de Euromillones. Un guiño tímido al negocio de los sueños. Pero justo al lado, como contradiciendo cualquier esperanza de fortuna, cuelga un discreto anuncio de servicios funerarios.
Es una tienda sin foco, sin identidad. Nadie que pase por allí sabría decir de qué vive realmente ese local, si es que vive de algo. Mientras tanto, a menos de cincuenta metros, otra casa de apuestas brilla con su eslogan seductor: “La suerte le cae a quien apuesta”. Ellos sí entienden el juego.
Y esta tienda, con su ubicación privilegiada, sigue ahí, inmóvil, como si el mundo comercial girara a su alrededor sin rozarla siquiera.
