
Fita Leyva es la cuarta muchacha de la segunda fila. Yeyé, la primera de la tercera fila.
Fuente: archivo de la familia Del Ciervo.
Una Navidad de hace muchos años estábamos todos reunidos en mi casa de infancia. Yeyé —tía de todos y ya pasada de los noventa— vivía con nosotros, así que, terminada la cena, mi mamá se la llevó para ayudarla a cambiarse, ponerse la pijama y acomodarse en su mundo nocturno.
Al rato regresó mi mamá, con Yeyé ya instalada en su santo lugar, y le preguntó a la abuela, como quien busca disipar una duda al pasar:
—Mamá, ¿tú sabes quién es Fita Leiva?
Mi abuela contó que Fita había sido una amiga muy querida, muerta de tifus cuando era muy joven. Una de esas presencias que se quedan suspendidas en el tiempo.
—Pues déjame decirte que esta noche cenó con nosotros —dijo mi mamá.
—¿Cómo? —preguntó la abuela.
Todos nos volteamos a esperar la respuesta. Yeyé, como la cosa más natural del mundo, me lo comentó justo antes de meterse en la cama:
—Tan consecuente Fita Leiva… todos los años viene a cenar con nosotros.
Y bueno, ni modo. Si lo dijo Yeyé, ¿quién era ninguno de nosotros para discutirlo?
Pasaron muchos años —si no treinta, por ahí cerca— hasta que desempolvé un viejo proyecto y escribí un libro sobre las memorias de mi abuela Ángela, que se llamó Antes de que se vayan. Para la portada escogí una fotografía de la Sociedad de Baile Terpsícore de Coro, su ciudad natal, tomada en enero de 1910.
Mientras escribía esta nota, me dio de pronto un chispazo. Busqué el libro y fui revisando, nombre por nombre, la lista de quienes habían posado para aquel retrato —todo un acontecimiento en su época—. Efectivamente, en la segunda fila, de octava, allí estaba Fita Leiva: buenamocísima y, como el resto de la gente de la foto, vestida especialmente para la ocasión.
Razón tenía Yeyé. Fita Leiva siempre fue muy consecuente con nosotros. Tan consecuente que, calladita y puntual, regresó una vez más para dejarse ver y compartir la Navidad con nosotros.