
Fotografía: Áxel Capriles
De pequeño, me maravillaba escuchar historias de pigmeos, aquellos diminutos aborígenes de piel negra que habitaban en los escondrijos de la más remota selva del África ecuatorial. Recuerdo películas de televisión y comics con los estereotipos de los exploradores blancos atados dentro de una marmita al fuego, sabroso manjar de los caníbales, nómadas de los bosques que danzaban a su alrededor con lanzas, arcos y flechas, adornados con pequeños huesos atados al cabello recogido en la cresta de su cabeza. La mitología de los pigmeos, sin embargo, no se limitaba al África y provenía de la antigüedad. Plinio los menciona. Hay grabados griegos y romanos que muestran las batallas extraordinarias entre cigüeñas o grullas y pigmeos, especie de pequeños duendes de apenas medio metro de estatura que cabalgaban triunfalmente sobre perdices. La enemistad entre grullas y pigmeos era proverbial.

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Paul du Chaillu y August Schweinfurth, los primeros exploradores europeos que vieron pigmeos en África, recorrieron las ignotas geografías motivados por leyendas que hablaban de una extraña raza de pequeños hombres que llevaban largas barbas hasta las piernas y cazaban elefantes deslizándose bajo su vientre y pinchándolos con mortíferas lanzas y flechas envenenadas desde abajo. La curiosidad sobre los pigmeos fue tal que a principios del siglo XX el comerciante norteamericano Samuel Verner recibió el encargo de conseguir algunos pigmeos del Congo para exponerlos en la Exposición Universal de San Luis de 1904. Ello dio origen a una de las historias de vida más trágicas y tristes que conocemos, la de Ota Benga, un joven con dientes afilados capturado en las inmediaciones del río Kasai, en el Congo, quien, víctima del enfrentamiento entre evolucionistas y creacionistas, terminó siendo exhibido en el Museo Americano de Historia Natural de Nueva York y, luego, aberración mayor, recluido en el zoológico del Bronx. Durante el mes de septiembre de 1906, Ota Benga fue la mejor atracción de la Casa de los monos, una jaula con un pigmeo africano, un chimpancé y un orangután.
Para conocer de primera mano la realidad vital de estos habitantes primigenios de la selva ecuatorial africana, viajé recientemente a Gabón para convivir con los Babongo, un grupo étnico que habita en el Parque Nacional Waka. Muy lejos del tipo de vida idílica, envuelta en una red altruista e integrada con la naturaleza, como la que describió Colin Turnbull en The Forest People, sobre los mbuti del Congo, los pigmeos de hoy, muy mezclados con los bantúes, sobreviven en una mustia decadencia entre lo que dejaron de ser y lo que no han alcanzado a ser, entre el universo de los espíritus de la selva que ya no los acompaña y el mundo de la civilización que tampoco los beneficia ni alcanza. Como en los Yanomami del Alto Orinoco y en tantos otros grupos de nómadas recolectores convertidos en sedentarios, pareciera que el culto de los ancestros es lo único que guarda celosamente el secreto de su existencia.