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Cuando vi el mensaje de Cristina citándome para esa tarde a las 18:00 pensé inmediatamente en Manolo, su hermano, al que había perdido de vista hacía unos meses y con el que me gustaría volver a compartir muchas cosas.
Cristina me condujo hasta el patio interior, una especie de jardín botánico en miniatura. Manolo no estaba ni iba a aparecer, pero sí había pasado hacía unas semanas y le había dado instrucciones precisas para que yo acudiera el día y hora señalados.
Dos cosas me intrigaban: primero ¿qué era de la vida de Manolo? ¿qué estaba haciendo? ¿pensaba volver o no? ¿cómo se encontraba? y, segundo, qué pintaba yo ahí en aquel momento. Cristina respondió sonriente que poco podía decirme de su misterioso hermano, pero ella creía que estaba bastante bien, simplemente se había querido alejar, vaya usted a saber por qué, de lo que le era demasiado conocido, pero ella estaba segura de que pronto volvería. En cuanto a la segunda pregunta, me señaló un ángulo de su jardín en el que, en medio de un mar de hojas verdes lanceoladas, resaltaba un capullo blanco a punto de reventar.
─ Es una “Dama de noche” ─ me explicó ─, florecerá apenas se ponga el sol y mañana al amanecer ya estará marchita. Manolo quería que lo disfrutaras.
Yo pensé que esta era otra “Manolada” porque él sabía que mi interés por las flores era más corto que la honradez de la mayoría de los políticos. Pero ya que estábamos ahí y dado lo fugaz del fenómeno, saqué mi móvil dispuesto a retratar la flor en el tiempo. La risa de Cristina estalló como un relámpago.
─ Manolo me advirtió que eso es lo que ibas a hacer ─ me señaló el móvil al tenderme una copa de vino ─ y me hizo jurar que no te lo iba a permitir.
Por instantes me tentó la idea de levantarme y mandar a Cristina, a la dama de noche y a Manolo a la canasta en lo más alto del palo mayor, pero no lo hice. Cristina y yo estuvimos despiertos toda la noche viendo cómo lentamente se abrían los blancos pétalos y el aire se endulzaba y la flor se mecía como una danzarina nocturna y las polillas acudían a su llamado y la noche se hizo plenitud, unos instantes antes de comenzar a palidecer y a encogerse hasta que con la primera luz del día solo parecía un ajado traje de novia.
Esa noche aprendí que Manolo no estaba desaparecido y que, desde las sombras, me mostraba el valor de lo efímero, la maravillosa sensación de disfrutar de lo fugaz sin intentar congelarlo en el tiempo y que quizás la vida fuera como una dama de noche.
