
Senecio, 1922
Fuente: https://www.wikiart.org/
Madre mía, los ánimos están caldeados siempre en muchos lugares y tiznados por el por si acaso, o por desconocimiento, o por costumbre, o por tantas otras cosas más. Me pasó. Una persona se enojó porque pensó que les cobraba una deuda inexistente.
Todo empezó cuando inocentemente dije: todos somos deficitarios. ¡Oh, no! Se armó lo que trataré de contar.
Inocente, como suelo (o intento) ser la mayoría de las veces, le dije a alguien que previamente vociferaba que todo lo hacía bien, que tenía la familia perfecta, que daba amor a manos llenas —y no tan llenas, o tan limpias—, que somos de, de, de-fi-ci… Sí, me calló. Casi a trompicones, le lancé que todos somos deficitarios. Replicó: ¿qué, qué?, yo no te debo nada de nada. Y patatín patatán, a boca de jarro tiró sandeces, cruces y reveses. Repetí, todos somos deficitarios, lo aceptemos o no.
Después de muchos varapalos para mis oídos, traté de acercarme sin entender su altivez primera y su tiraje de improcedencias mayúsculas. Con calmada inocencia, adorné mi monólogo para monologar: siempre somos escasos, nunca amamos o cuidamos lo suficiente; nadie puede cubrirlo todo, cada lugar, cada resquicio del alma de los nuestros… Somos deficitarios por naturaleza. Y esta bajó de su maleza tóxica a un terraplén escuálido, humano y sumiso. Pero, no te debo nada, ¡eh!, y dio un giro. No sé mucho de matemática, agregó. Más calmada, le di una palmada a un palmo de su codo.
Ensimismada por su mismo cataclismo verbal, esa poco supo de sí misma. Sí, la persona de la que les hablo se derrumbó en mis brazos, y me dije, y pensé hasta la pena más honda: qué débiles somos, qué poco valemos al sentirnos todopoderosos para increpar a otros bajo el desconocimiento que inflama más lo ponzoñoso, para caer en el engaño verbal de un término financiero que puede aplicarse libremente en otros contextos.
Pues eso: todos somos deudores o deficitarios de poco, y poco a poco de mucho, mucho, muchísimo.
