De repente despiertas, medio ahogada y estás en un lugar desconocido, podría decirse que hostil, aunque todos a tu alrededor intenten que estés lo más confortable posible.
No sabes si llorar, gritar, forcejear.
Sensaciones olvidadas que resurgieron en una conversación reciente.
Yo contemplaba enternecida a los invitados a una bella celebración.
Los más grandecitos retozando en una piscina de pelotas y los más pequeños, gateando en la alfombra.
Sumida en los vapores de esa especie de trance que algunos llaman “Déjà vu” (en francés, “ya vivido”, solo que hace más de treinta años) me puse a conversar con una joven mamá que cargaba a su bebecita en brazos.
– Ay, qué linda, ¿cómo se llama? – pregunté.
-Ana – me dijo.
-Y ¿cuánto tiempo tiene?
-Cuatro meses y medio.
-¡Qué bella!, ¿cómo se porta, duerme bien?
-Bueno se levanta varias veces en la madrugada….
-¡Qué difícil…
Yo iba a decir, “qué difícil es ser mamá” pero ella completó mi frase diciendo:
-¡Qué difícil es ser bebé!
Yo me quedé con mi cara de “ponchada” y ella hizo más o menos la disertación con la que comencé estas líneas.
– Sí, imagínate, de repente te sacan de tu lugar seguro y estás en un ambiente que no conoces, y no puedes comunicar si tienes hambre, frío, o calor, o si te duele algo…etc.
Debo decir que me encantó ese cambio de perspectiva, esa generosa y maternal forma de empatía.
Al final apagamos la velita del primer año de mi hijo, perdón (déjà vu) de mi bella nieta y concluyo diciendo:
¡Qué difícil ser mamá, papá, bebé, persona, pero a la vez qué milagro poder ser testigo de cómo la vida se renueva!