Son una indeterminación del ánimo, una vacilación.
Las dudas.
Un titubeo perpetuo que se me ha incrementado con la edad, de allí esta reflexión.
Dicen que “ante la duda, abstente”, pero creo que más adecuado sería decir “ante la duda, pregunta”, pues la duda, sin duda, valga la redundancia, es un instrumento para encontrar certezas y la unidad básica del verdadero conocimiento.
Creo que, en estos tiempos de ruido informativo y desinformativo, dudar es hasta sano y el primer paso para ejercitar ese olvidado músculo, el buen criterio.
No es que mis actuales y seniles dudas sean existenciales o filosóficas, como aquella duda metódica de Descartes que lo llevó a su célebre cogito, ergo sum (pienso, luego existo). Ya no me pregunto ¿quién soy yo? es un poco tarde para eso. Y, si me pregunto ¿hacia dónde voy? es porque el GPS me falló. También, como decía mi esposo, cuando finalmente me decido por algo, hago exactamente lo contrario.
A cierta edad creo ya no es tan relevante encontrar verdades seguras, tangibles o fácticas, sino al contrario, creo que es hasta placentero vivir en estado de duda perenne, retando y debatiendo múltiples alternativas para equivocarse épicamente o acertar de manera gloriosa.
Mirando atrás, solo logro identificar en mi vida una única circunstancia donde no tuve ni la más mínima duda. El momento glorioso en que sucumbí a la incandescencia de mi gran amor. Ese que, incluso en ausencia física, dejó mi alma en estado de verdad y de esplendor.
De resto, hoy en día vivo en mis pequeños dilemas domésticos, dudando hasta del acto mismo de dudar.
¿Vino o cervecita? ¿Torta o helado? ¿Libro o película?
Por más triviales que sean mis vacilaciones, siempre intento aumentar mis conocimientos y enriquecer mi mundo exterior e interior.
Al final, concluyo que, si antes tenía dudas, ahora no sé.