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Hay momentos en los que el protocolo social se convierte en una trampa porque nos deja mal parados. Uno de estos pequeños infiernos cotidianos ocurre cuando abandonamos el baño de una recepción con las manos aún húmedas—porque el secador automático funcionaba a medias o simplemente porque el nerviosismo nos hizo apurar el proceso—y nos encontramos de frente con precisamente la persona cuyo favor necesitamos conseguir.
La situación se despliega como una película en cámara lenta. Ahí está él o ella, sonriendo, extendiendo una mano seca y confiada mientras nosotros calculamos en una fracción de segundo las opciones disponibles. ¿Disimular secándose rápidamente en el pantalón? Demasiado evidente. ¿Fingir que no vimos la mano extendida? Imposible sin parecer groseros. ¿Explicar la situación? Peor aún.
Entonces llega el momento del contacto: nuestra palma húmeda contra su piel seca, y esa expresión casi imperceptible que cruza su rostro cuando registra la humedad. Es un instante que se alarga eternamente, donde todo nuestro poder de negociación parece evaporarse junto con las gotas de agua que quedan entre nuestros dedos.
La ironía es cruel: en el preciso momento en que más necesitamos proyectar confianza y control, la más básica de las funciones corporales nos traiciona. Y sabemos que esa primera impresión, sellada con un apretón de manos desafortunado, puede teñir toda la conversación que sigue, convirtiendo lo que debería ser un encuentro profesional en un recordatorio húmedo de nuestra humanidad más incómoda.
¿Te ha pasado?
