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En los cócteles ruidosos, donde las conversaciones se fragmentan entre risas ajenas y copas que chocan, el momento de las presentaciones suele perderse en el ruido ambiente. Así me ocurrió con aquella mujer que me presentaron entre el bullicio de una recepción: capté su interés, intuí que yo también había despertado el suyo, pero su nombre se esfumó en el vocerío del salón.
Lo que siguió fue una caza silenciosa a lo largo de toda la velada. Me convertí en un detective aficionado, esperando que alguien la llamara por su nombre, que ella respondiera cuando mencionaran alguno al azar, que cualquier pista me revelara esa información fundamental que debería haber tenido desde el primer minuto. Cada conversación grupal era una oportunidad perdida, cada intercambio casual una frustración creciente.
La tensión aumentó cuando decidí invitarla a continuar la noche en otro lugar. Su aceptación confirmaba el interés mutuo, pero también elevaba las apuestas: ahora tendríamos más tiempo juntos, más intimidad, y mi ignorancia sobre su nombre se volvería aún más evidente y embarazosa. ¿Cómo seguir construyendo una conexión cuando faltaba el elemento más básico de toda relación humana?
Pasamos horas conversando, caminando, compartiendo esos primeros momentos de descubrimiento mutuo que pueden marcar el inicio de algo importante. Sin embargo, la sombra de mi secreto ignorancia planeaba sobre cada intercambio. Hasta que, ya vestidos para salir a la calle, ella me hizo la pregunta que había estado temiendo y esperando a la vez.
“¿Cómo te llamas?”, me preguntó, como si fuéramos personajes de una película romántica hollywoodiana.
“Pedro”, le dije.
“María, mucho gusto”, me respondió, giñando un ojo.
Y en ese momento se resolvió la pequeña comedia de errores que habíamos estado representando sin saberlo, donde ambos habíamos navegado una noche entera sin los nombres que nos definían, construyendo una conexión que finalmente podía llamarse por su verdadero nombre.
