Entre las sombras danzantes de Altamira, las imágenes cobran vida como las páginas del libro que Werner Herzog soñó filmar. Sabemos, o creemos saber, que hace 35.000 años alguien decidió contar una historia con bisontes y ocre rojo, cuando el arte y la magia eran la misma cosa.
Los animales en movimiento, pintados aprovechando los relieves de la roca, sorprendidos en su galope eterno por el tiempo que los conservó, nos hablan de una narrativa primordial. Como en las películas de Herzog sobre el arte rupestre, cada figura en la cueva cuenta una historia diferente, pero todas confluyen en ese impulso primigenio de comunicar.
La narrativa romántica que hemos construido alrededor de estas pinturas – los primeros artistas, el nacimiento del arte, el despertar de la consciencia – quizás sea nuestra propia invención, nuestro intento de dar sentido al misterio de nuestros orígenes. ¿No es acaso toda interpretación del arte prehistórico una forma de autobiografía? Tal vez, como sugeriría Herzog, la verdadera Altamira no es la que quedó plasmada en las paredes de la cueva, sino la que reconstruimos en nuestra búsqueda de significado, trazo tras trazo, símbolo tras símbolo.
Las figuras son como verbos de un lenguaje interrumpido, congelados en medio de su acción, esperando que alguien complete su narrativa. Y nosotros, espectadores de estos muros, seguimos tejiendo historias sobre sus propósitos rituales, porque necesitamos creer que incluso en lo más remoto de nuestra especie había ya poesía, que el arte nació con la conciencia humana.
Y, sin embargo, los arqueólogos nos dicen ahora que estas pinturas podrían ser obra de muchas generaciones, que no hay un solo autor ni momento, que la cueva fue un lienzo vivo durante miles de años. Nuevamente llamo a Herzog para recordarnos que cada imagen es un eco de lo trascendente y que, siguiendo a Calvino, el último trazo puede cambiar el significado de todos los anteriores.
Y tú, querido lector, ¿cuál sería tu última historia? ¿o querrías borrarlas todas?