Mi primera sorpresa al llegar a Portugal no vino tanto de los monumentos históricos o de la arquitectura secular, sino de un encuentro inesperado en las calles de Porto. Fue allí donde percibí algo extraordinario: hasta los mendigos llevaban consigo una dignidad a la que no estaba acostumbrado.
Al principio, confieso, me encontré en situaciones curiosas. Era difícil distinguir quién se acercaba para pedir dinero o simplemente solicitar una información. El abordaje era tan educado, la mirada tan directa y sincera, las disculpas por la molestia tan genuinas, que me veía constantemente sorprendido por la verdadera naturaleza de la petición monetaria.
Esta dignidad inicial me conmovió profundamente, llevándome a desarrollar una nueva relación con el acto de dar. Sin embargo, como en toda experiencia humana, pronto descubrí los matices de esta realidad. Algunos, tal vez alentados por mi receptividad inicial, sobrepasaban los límites de lo cómodo, siguiéndome hasta dentro de los establecimientos comerciales, volviéndose tan insistentes como pegajosos.
Pero fue el tercer tipo de encuentro el que verdaderamente transformó mi perspectiva: aquellos que parecían buscar no dinero, sino compañía. Incluso cuando me sentía abrumado por su presencia – después de todo, a veces solo deseamos soledad – no podía dejar de sentir compasión. Había algo profundamente humano en estos encuentros donde, aun sin comprender completamente sus palabras, percibía que la verdadera petición era por algo más fundamental que el dinero: era por reconocimiento, por existencia a los ojos del otro. Sonriendo me acompañaban, caminando a mi lado.
Estas experiencias en las calles portuguesas me enseñaron que la pobreza, cuando está revestida de dignidad, nos obliga a ver más allá de las circunstancias materiales. Descubrí que incluso en los encuentros más breves, hay espacio para preservar aquello que nos hace profundamente humanos: el respeto mutuo y la capacidad de mirar verdaderamente a los ojos del otro.

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