
Faro de dos luces, 1929
Fuente: https://www.wikiart.org/
Me intrigan y a la vez me fascinan.
Esa lejanía, esa soledad, esa neblina.
Se pasan la vida mirando la inmensidad del mar, sintiendo las olas romper en sus acantilados.
Guiando.
Sí, son los faros, esas esbeltas estructuras circulares que se yerguen en la vastedad de lo desconocido para alumbrar a quienes navegan en las dificultades, en las tinieblas, en las tormentas.
Pareciera una alegoría de la palabra esperanza, esa que a veces se debilita en la bruma pero que, si uno espera un poco, se enciende, una y otra vez.
A mí, de solo mirarlos, me inspiran estabilidad, paz, fuerza.
Tuve la oportunidad de visitar un faro con mi esposo. Lo contemplamos en toda su serenidad y grandeza desde el ferry que conduce desde Skye hasta Isle of Mull, en la costa Oeste de Escocia. Recuerdo la sensación de paz con olor a humedad y sal, que percibí al ascender por la escalera de caracol que conduce a “la linterna”: el corazón del faro. Allí, de la mano de mi gran amor, subimos juntos en una especie de viaje de vida, eterno, encontrando un propósito en cada peldaño.
Aquí en Canadá abundan los faros en la costa atlántica de Newfoundland y Labrador. Ojalá pueda un día visitarlos para reencontrarme con esa sensación de tránsito radiante.
Al escribir estas líneas algo melancólicas, pienso que quizás todos llevamos por dentro ese corazón del faro, la “linterna”, esa antorcha de esperanza que calienta, que orienta.
Tal vez podríamos ser nuestro propio faro, o al menos ofrecer algo de luz para quien la necesite.
En medio de mis nostalgias y las notas de ese inolvidable viaje a la Gran Bretaña que hice con mi esposo en el verano del 2000 (uno de tantos que vendrían pues era su país de origen), me encuentro con estas líneas de cuyo autor no tomé nota en aquel momento:
“Tener esperanza es una tarea, no un lujo. Tener esperanza no es soñar, sino hacer realidad los sueños. Felices aquellos que tienen el coraje de soñar…”
