La Catedral,
por Leonor Henríquez

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         Terminó la Semana Santa y confieso que no pisé una iglesia, pero sí una catedral.

Quizá por ser Viernes Santo, me pareció más solemne que otras veces.

Las personas guardaban un silencio conmovedor al traspasar el umbral, pero en un instante se percibía una complicidad secreta entre todos los asistentes.

Nos encontrábamos en las sonrisas, en las miradas, en el paso sereno de los fieles a través de sus pasillos.

Parecía un lugar donde no tenía cabida la soledad, más bien un abrazo colectivo, una multitud bondadosa.

Aclaro.

La catedral a la que asistí la Semana Mayor no era precisamente un templo, sino un hospital. Nada grave, fui a acompañar a un amigo.

Sin embargo, en el breve tránsito que duró mi visita en ese día particular, miré con otros ojos a este lugar donde médicos, enfermeras, personal en general, solo ofrecen atención amable a pacientes y acompañantes.

El hospital, donde se congrega lo que denominaba mi padre médico “la humanidad doliente”, como siempre recuerdo, no será una catedral como tal, pero es un lugar donde se percibe una muy diferente manera de rezar, quizá no tan devota o efusiva como ocurre en las iglesias. Tal vez porque en este otro contexto, nosotros los humanos concurrimos en nuestra versión más vulnerable y humilde.

Las personas entrelazan sus manos y simplemente oran, sin aspavientos, sin peticiones exultantes, más bien agradecen.

Cualquier lugar es bueno para rezar un poco, pero esta breve visita al hospital fue una oración, diáfana, sencilla, humana.

Espero que me la cuenten allá arriba.

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