
Fuente: @shirleyvarnagy
Cuando el pasado lunes 28 de abril España sufrió un apagón masivo sin precedentes que dejó sin electricidad a la mayor parte de la península ibérica, los españoles se enfrentaron a una madeja de sentimientos contradictorios. Si el temor hizo correr desesperadamente a muchos hacia los automercados para abastecerse de artículos de primera necesidad, algunos cayeron en alarmantes teorías conspirativas y otros, con motivaciones políticas, se sintieron airados por confrontar su identidad europea con una más íntima identidad tercermundista, también una enorme cantidad de personas se vio sorprendida por un extraño e inesperado gozo: el placer de estar incomunicados.
No poder usar el teléfono móvil ni enviar mensajes por WhatsApp resultó liberador hasta para muchos de los más compulsivos usuarios de las redes. Repentinamente, las personas se encontraron caminando por la ciudad sin hablar por teléfono ni ver la pantalla del móvil, observando con sencillez los transeúntes y los parques. Las plazas se llenaron de gente, residentes del barrio conversaron con extraños vecinos con los que habían convido muchos años sin dirigirse la palabra, conocidos se juntaron para brindar y jugar a las cartas. Con solidaridad de barrio, la mayoría de las personas permaneció tranquila como si la oscuridad y la incomunicación fueran calmantes del alma. Una fuerza superior había ordenado romper el ritmo y mirarse. Algunos vecinos propusieron que se debería declarar un día de apagón al mes.
En La sociedad del cansancio, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han denuncia la aceleración y el ritmo frenético de la sociedad contemporánea dominada por la angustia de no hacer todo lo que podríamos hacer y la aceleración autoimpuesta. Es la parcialización de la sociedad Occidental en favor de la actividad, la disposición mental ligada a la velocidad y a la pulsión de hacer cosas, una frontera siempre abierta a la posibilidad. Hasta los viajes, que antes eran una forma de desconexión, han perdido su papel rompedor por la hiper conectividad.
Los griegos antiguos concibieron un método de curación que emplazaba al dios de la sanación a través del aislamiento. Era la incubación, practicada en el templo de Asclepio, en Epidaurus. Consistía en la desconexión del régimen diurno hasta que el dios apareciera en un sueño. Como práctica psicológica, la incubación significa una pausa que nos voltea hacia adentro. Hoy, por el contrario, predominan los tiempos sin tempo. Las redes sociales, la economía del instante, la movilidad, la noticia, la necesidad de saber todo lo que pasa en el mundo a cada instante, borraron el valor de la espera y la paciencia. De repente, un imprevisto apagón hizo redescubrir en muchos el valor del aislamiento.

Ensayista, psicólogo y economista, es ante todo un crítico de la cultura. Diplomado por el C.G. Jung de Zúrich, su último libro es ‘Erotismo, vanidad, codicia y poder. Las pasiones en la vida contemporánea’, publicado por Turner.