
Franz Joseph Haydn, c.1791
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En 1772, Joseph Haydn trabajaba como maestro de música de un príncipe austriaco. Entre sus obligaciones estaba la de componer un cierto número de partituras, bien fuera a pedido o por propia inspiración. Y entre sus preocupaciones estaba la de que sus músicos, obligados a vivir en el palacio de verano se veían alejados de sus familias por largos períodos de tiempo, tan largos como el noble capricho de quien pagaba las cuentas. Ese año, Haydn compuso la Sinfonía de los adioses y para el último movimiento hizo que cada uno de los músicos, al concluir su intervención se levantara, apagara la vela del atril, recogiera la particella y se fuera. Al final, solo quedaron el propio Haydn y el concertino, los únicos cuyas familias vivían en el palacio. El príncipe se dio cuenta de la indirecta y, al día siguiente autorizó la partida de los músicos hacia sus lejanas casas.
Mi vecina Sofía me miraba con ojos azules llenos de un asombro casi juvenil y al terminar la historia aplaudió apasionadamente. A sus 75 años, Sofía me evoca a una niña que todavía tiene un mundo por descubrir. Siempre peinada con flequillo, vestida con una falda plisada y una vaporosa blusa blanca que disimula su delgadez pareciera que va camino al colegio.
Me había pedido que la acompañara al concierto donde, justamente, interpretaban la Sinfonía de los Adioses de Haydn porque, por una parte, le daba miedo ir sola y, por otra, creía que ir a un concierto es algo más que sentarse y escuchar la música. Para ella era también compartir después lo que la música había despertado en ella.
─ Un adiós siempre es “para siempre” ─ me dijo mientras me servía la segunda taza de té. ─ y lo olvidamos con demasiada frecuencia.
Entonces ella me contó cómo una noche al despedirse de su amiga más querida, ésta le exigió un abrazo fuerte porque los adioses son para siempre. A Sofía le pareció que la petición era un poco extraña, pero optó por hacerle caso. Al día siguiente, su amiga murió de un infarto fulminante. Muchas noches, Sofía se despierta imaginando el infierno que habría sido su vida si no le hubiera hecho caso a su amiga. Esa era su fascinación con los adioses y por eso no quería perderse un concierto con un nombre tan curioso.
Esa noche, al despedirnos, Sofía me retuvo en un largo y dulce abrazo que, me hizo sentir un poco incómodo, pero que comencé a extrañar apenas nos separamos.
