“Sexagenario muere arrollado por un vehículo” hubiera podido ser el titular de una noticia destacada en la sección de sucesos de un periódico de hace décadas. Lo noticioso venía por la edad, más que por el tipo de accidente. Hoy en día, los familiares del sexagenario hubieran dicho: “qué joven murió”. En el siglo XVIII, solo alrededor del 6% de la población llegaba a los 60 años. En una sociedad como la europea en la que actualmente más del 22% de la población supera los 60 años y donde la esperanza de vida al nacer alcanza los 81 años, la vejez ha cambiado de significado. El arquetipo del senex ha mudado sus formas y sentido. La longevidad es un reto inusitado.
Según un logrado estereotipo, la vejez era un estadio de la vida en el que las personas se liberaban del apetito y del deseo para alcanzar una suerte de serenidad, una sabiduría que les permitía superar sus defectos de otrora, dedicarse con amor a los nietos y comprender a todos con base en la experiencia acumulada. Los años nos enseñaban la verdadera medida de las cosas. Más temprano que tarde llegaba la jubilación, el disfrute del tiempo sin presiones ni proyecciones. Cambiaba la dinámica de las pasiones. Nadie podía imaginar la edad avanzada, al aetaete provectus, con la velocidad ni la psicología de un púber, con las fantasías del puer aeternus. Tampoco era factible prever que en un mismo período de vida coincidieran cuatro generaciones, que las distintas cronologías se encontraran en el mismo campo de juego, intentando comunicarse con un mismo lenguaje.
El envejecimiento, decía Sainte-Beuve, era la única fórmula encontrada para vivir una larga vida. Ahora, la ciencia se encarga de buscar otras. Hemos pasado de la generación de la adolescencia prolongada, a la de la vejez extendida, como si hubiéramos sacado un cupón con años en la lotería. Esa extensión del viaje terrenal no viene sin sobresaltos. La inversión de la pirámide poblacional no solo implica un reto para los sistemas de seguridad social y las economías de las naciones, amenazadas para su crecimiento. Resulta en un orden distinto en la relación entre generaciones. Exige un nuevo estilo de consciencia, una manera diferente de concebir la madurez, el sentido y el significado de la existencia.