Yo tendría unos 14 años y vivía en Montevideo. El padre de un amigo tenía una agencia de viajes y me llamó para ayudarlo. Me pidió que guiase un grupo de turistas americanos que visitarían algunos lugares de Montevideo. Eran personas más bien ancianas, y entre ellas una señora me llamó más la atención porque recogía piedritas en todos los lugares donde parábamos. Me explicó que llevaba las piedritas a sus nietitos. Le dije que tenía en mi casa una colección de piedritas mucho más bonitas y que con gusto se las podría traer. A lo que me respondió que me pagaría un dólar por ellas. Un dólar en aquella época para un niño era mucho dinero. Hoy serían como 10 dólares. Esa noche en casa le conté a mi madre que me había ganado un dólar y llené con mis piedritas una cajita de las de té inglés. Las acomodé entre pedazos de algodón para que no se rayaran. Les puse la tapa y la sellé con una cinta engomada. Al día siguiente, al entregarle la cajita, la señora me dijo que querría ver el contenido antes de darme el dólar. Ella debe haber notado mi gesto de estupor frente a lo que yo consideré que era una ofensa: que ella pudiera creer que yo le habría dado una cajita cerrada con piedras que no merecían la atención de sus nietos. La cajita contenía lo mejor que yo podría haberle dado. Pero claro, ella no lo sabía y a mi edad, la única forma de resguardar mi honor fue negarme a recibir su dólar y darle la cajita de regalo. Y fue lo que hice. Ella abrió la cajita y al darse cuenta de que las piedritas eran realmente maravillosas, por lo menos para un niño, quiso darme el dólar y yo nuevamente lo rechacé. Así fue como ella se subió al avión, sabiendo que me había ofendido y que no tendría como reparar el daño que me había hecho. Ahí terminó mi carrera de comerciante.
Alfredo Behrens es doctor por la Universidad de Cambridge, profesor de estrategia y cuestiones interculturales en la escuela de negocios FIA de São Paulo y para Harvard Business Education.
Algunos de sus libros pueden adquirirse en Amazon.
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