Pocos alimentos se han universalizado más que la pizza. Nacida en Napolés tiene sus orígenes en la utilización de masa de harina de trigo al horno en otras latitudes. Pero los napolitanos le agregan un ingrediente procedente de América, la salsa de tomate (tomatl en Nahuatl).
Debo confesar que en una corta visita a Napolés una de mis mayores decepciones fue la pizza, en cuya cuna carece de las espléndidas variedades que los italianos desarrollaron en Nueva York, São Paulo y Buenos Aires, donde la adaptación local llega hasta ponerle piña, anana o abacaxi (pizza hawaiana, como se la llama en Caracas). Para preparar la pizza es necesario mezclar la harina de trigo con agua y levadura, dejarla levar, y cocinarla, ojalá que en los eficientes hornos pizzeros, de las pizzerías esparcidas por todo el mundo.
Sobre esa base es importante una salsa de buenos tomates, que debe llevar pimienta recién molida, un toque de orégano, y una pizca de sal. También es importante el queso (ideal Muzzarella) que debe agregarse de manera abundante y el aceite de oliva. De allí en adelante, vuela la imaginación para agregarle diversos vegetales (cebolla para la fugazza, sin tomate; rúcula, aceitunas, pimentón o morrón, rodajas de tomate fresco, champiñones) o pollo, jamón, salamé (pepperoni), salchichas, camarones, bacon.
El maridaje de la pizza, comúnmente con cerveza o vino (evitar a toda costa acompañarla con Pepsi o Coca-cola), adquirió características politológicas en el Buenos Aires de Carlos Menem como símbolo de nuevorriquismo y de la decadencia del paladar de los porteños: pizza con champán.
Abogado argentino / venezolano, investigador y catedrático de la Universidad Central de Venezuela y la Universidad Nacional de Rosario. Ha realizado docencia, investigación y estadías Postdoctorales como profesor visitante en Universidades de los Estados Unidos, México, Perú, España, Francia, Italia, Chile, Bolivia, Uruguay y Puerto Rico.
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