Francisco ha partido.
El pasado lunes 21 de abril, a las 7:35 a. m., falleció en Roma el Papa Francisco. El primer pontífice latinoamericano, el jesuita de voz serena y alma inquieta, ha vuelto a la casa del Padre.
El 22 de abril, la Iglesia celebra a la Madre de la Compañía de Jesús, la misma a quien Ignacio de Loyola y sus primeros compañeros consagraron sus votos hace casi cinco siglos. No deja de ser conmovedor pensar que, en su día, la Virgen recibe de vuelta al más universal de sus hijos jesuitas.
Francisco, durante su pontificado, se propuso sacudir la estructura de la Iglesia: reformó la Curia, transparentó las finanzas vaticanas y abrió más espacios a laicos y mujeres. No fue fácil. Tampoco lo fue enfrentar la herida abierta de los abusos: pidió perdón, escuchó a víctimas y aplicó medidas duras.
Salió al mundo: viajó a las periferias, defendió a los migrantes, habló de justicia social, del cuidado del planeta, del pecado ecológico, del valor de la paz.
Ayer fue su funeral y su traslado a la Basílica de Santa María la Mayor, donde fue enterrado en una tumba modesta, marcada solo con la inscripción «Franciscus» y una reproducción en plata de su cruz pectoral.
Ahora, la Iglesia se prepara para un nuevo cónclave. Y muchos, creyentes o no, recordamos a Francisco como un papa que incomodó, habló claro y nunca se olvidó de los últimos.
En estos días, quizás lo esencial no esté en Roma sino en el cielo, donde una Madre ha salido al encuentro de su hijo.
«María es madre. Nos cuida y no nos deja jamás. Como una madre, está con nosotros incluso en los momentos más difíciles».
—Papa Francisco

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