Tierra sin pecado, por Alfredo Behrens

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En el Amazonas, a mediados del siglo XVIII, el comisario Lacerda arrojó a una celdas al joven científico Edward, acusadolo de espiar para los británicos. En la celda ya estaba Jean, también científico y acusado de espiar, esta vez para los franceses.
“¿Qué tiene el comisario Lacerda contra ti?”, preguntó Jean mientras Edward se recuperaba en el piso de la celda.
“Lacerda exigió que en mi goleta, bajase la Union Jack, mi bandera”.
“Naturalmente.”
“¡Tengo derecho a navegar bajo mi bandera!”
“No si no tienes dinero”, dijo Jean.
“¿Qué quieres decir con eso? ¡Soy un científico!”
“Yo también, pero la verdad es una virtud, y las virtudes no tienen precio donde reina el mercado”.
“¡Las virtudes tienen valor en cualquier lugar!” dijo Edward, asombrado.
“Aquí también, excepto que aquí el dinero puede comprarlas; ¿Lacerda te pidió dinero?
“Creo que sí”.
“¿Te pidió, o no?”
“Es que hablé con el comisario a través de mi intérprete, Smallpage, que no habla bien el portugués”.
“¿No confías en Smallpage?”
“Confío en él más que en su dominio del portugués”.
“¿Entonces, no entendías de quién venía la demanda de dinero, si de Lacerda o de Smallpage?”
“Así fue.”
“Y no pagaste; por eso estás aquí.”
“Pero, ¿cómo podría pagar por un derecho que es mío, el de navegar bajo mi bandera?”.
“Aquí se compran esos derechos”.
“Me niego a pagar por lo que es mío”.
“Me gusta eso.”
“¿Qué es lo que te gusta?
“Que tienes principios. Eso significa que vas a pasar un buen rato haciéndome compañía”.
Estaba oscureciendo y la selva tropical cobra vida con diferentes sonidos a esta hora del día. La lluvia golpeaba el techo de la fosa, mientras de fondo las cigarras y pájaros dejaban paso al croar de ranas, murciélagos y búhos. Más tarde, los monos aulladores invadirían el espacio. Sin embargo, a pesar del barullo, los ruidos eran tranquilizadoramente menos amenazantes. Edward y Jean pronto se dormirían.

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