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Me topé con una frase del escritor húngaro Arthur Koestler (1905-1983) que me dejó pensando.
Koestler dice: “En mi juventud yo consideraba el Universo como un libro abierto, escrito en el lenguaje de las ecuaciones físicas, mientras que ahora me parece un texto escrito en tinta invisible, del cual, en nuestros raros momentos de gracia, somos capaces de descifrar pequeños fragmentos.”
La mecánica cuántica me parece fascinante, pero creo que quizás, aunque menos valorado, existe ese otro libro en blanco, que puede ser percibido por nosotros, obtusos mortales, con claridad de noche estrellada, literalmente.
Llevando esa reflexión a un plano más terrenal, me puse a pensar en todos esos textos que se escriben con tinta invisible y que, si prestamos atención, se leen hasta con los ojos cerrados.
Un abrazo.
Un beso.
El río, el viento.
La ternura de un niño o de un perrito.
Un gesto amable.
Lecturas incorpóreas que no requieren del intelecto, ni de fórmulas matemáticas, ni siquiera de palabras.
Leyendo un poco más en profundidad a Koestler caigo en cuenta que cuando menciona esos “raros estados de gracia” se refería a la intuición.
Esa virtud que lee, habla y escribe en tinta invisible, pero indeleble, y casi siempre acierta con precisión.
En fin, pensadores de la talla de Carl G. Jung han estudiado eso que llaman la “escritura invisible”, así que no estoy siendo nada original y no pretendo meterme en “Honduras llegando a Nicaragua”, como decía mi papá.
Sin embargo, la frase me hizo pensar que todos poseemos dentro una biblioteca de transparencias que hay que consultar de vez en cuando, para poder interpretar nuestro propio universo y el de los otros.
No hacen falta anteojos, ni conocimientos de física cuántica, solo un poco de corazón. Como dice aquella trillada cita que, por cliché, no deja de ser una gran verdad:
“Lo esencial es invisible a los ojos”
Antoine de Saint-Exupéry (El Principito)
