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Salvo lo que los médicos y los seguros de salud llaman “condiciones preexistentes”, los males menores son justamente eso: menores.
Un cortecito con una hoja de papel, un granito dentro de la nariz, una ampolla que dejaron esos zapatos nuevos que juraste que no te iban a traicionar… y así sigue la lista.
Y salvo una curita, un ungüento milagroso de farmacia o las famosas “cremitas” que prometen alivio instantáneo, no tienen cura más efectiva que la del Dr. Tiempo, que siempre cobra barato pero atiende lento.
Lo más que uno puede hacer es mencionarlos, casi como quien comenta el clima, porque ni siquiera alcanzan la categoría de problema. Son de esas cosas que te las tienes que apañar solito, y mejor no insistir mucho, no vaya a ser que alguien te salga con un: “Ay sí, se te van a salir las tripas”. Y uno, cuando niño, se lo cree. Pero ese es tema para otro día.
Por eso los males menores suelen padecerse en silencio, porque no encuentran refugio ni siquiera en nosotros mismos. Estarán de acuerdo conmigo en que nadie va a coger cama o correr a urgencias por una ampolla o un corte de papel. Sería exagerar… aunque duelan lo suyo.
Pero si vamos al fondo, hay males menores de orden emocional que funcionan igualito. Una respuesta “atravesada”, un silencio innecesario, un refunfuño que sabes que no te ganaste. Nada de esto amerita declaratoria de desastre, pero se queda ahí, pinchando la paciencia como una espinita, hasta que, igual que el corte de papel, termina por desaparecer.
Que levante la mano quien nunca ha pasado por una experiencia así. Y más aún: que levante la mano quien recuerde la última ampolla que tuvo en el pie. ¿Ven? Son males menores. Terminan por pasar, pero cuando llegan, no hay quien pueda ignorarlos y mucho menos si vienen en tándem…
