
Señora en el jardín, 1903
Fuente: https://www.wikiart.org/
A lo largo de la vida aparecen pequeños diálogos que, sin ser dramáticos, dejan una huella sutil. No por lo que dicen, sino por lo que revelan.
“Él me dijo que si las cosas cambiaban…”
“Eso no es así. Aunque cambien, todo seguirá igual.”
“Y entonces yo le dije que no quería…”
“Hubieras dicho que no podías. Suena mejor”.
“Hoy amanecí con el corazón apretado…”
“Siempre te tomas todo demasiado en serio”.
“Me subió el azúcar…”
“Yo, por suerte, estoy perfecto”.
Son respuestas que parecen insignificantes, casi automáticas. Pero con el tiempo una empieza a notar que, detrás de ese modo de contestar, hay algo más profundo: la dificultad de escuchar. No de oír palabras, sino de recibir lo que el otro trae.
Escuchar implica una pausa. Un espacio donde la experiencia ajena tiene valor por sí misma, sin necesidad de corregirla, minimizarla o convertirla en comparación. Cuando esa pausa no existe, la conversación se convierte en una carrera de relevos donde nadie entrega realmente nada; solo se pasan opiniones al vuelo.
A veces uno intenta ajustar el ritmo, explicar mejor, encontrar el punto de encuentro. Pero si la misma música se repite, si la respuesta llega siempre desde un lugar de superioridad o desdén, algo se va resintiendo. No es un golpe; es un desgaste silencioso.
Con los años entendemos que estos pequeños gestos —que algunos llaman micro desprecios— pueden moldear una relación entera. Y que cuando eso ocurre, no hay esfuerzo individual que equilibre la balanza. Entonces llega la pregunta inevitable: ¿cuánto más insistir antes de soltar?
Reconocer que es momento de tomar otro rumbo nunca es sencillo. Pero a veces esa decisión trae una claridad inesperada, una ligereza que confirma que estábamos cargando más de lo que creíamos.
No cuento esto desde la amargura, sino desde el aprendizaje. Las relaciones, como las cuentas, tienen cifras que no se alteran por voluntad. Podemos revisar los números, discutirlos, darles vueltas… pero siguen siendo los mismos. Y comprenderlo también es un acto de madurez.
Al final, como recuerda Serrat, “lo que no tiene es remedio”. Tal vez aceptar eso sea, en sí mismo, una forma de paz.