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Se sentaba en el único banco de esa pequeña y solitaria plazoleta donde habían ubicado un busto de un héroe local.
No tenía familia, hermanos hijos, nietos o esposa. Era un señor mayor. No era del pueblo, ni siquiera del país. Había llegado a la ciudad por mar, según él, venía de la cárcel de Cayena. Nunca aclaró si liberado o escapado. Para nosotros, sus admiradores, era más romántico pensar y contar que su héroe francés había escapado.
Fue combatiente en la segunda guerra, lo atestigua con una cicatriz amplia y profunda en su brazo derecho.
Se dedicaba a hacer colchones de “barba de coco” cubiertos de una capa de algodón; quizás la aspiración de partículas de esas fibras le provocó una tos persistente y ruidosa.
Su soledad era más vistosa el 24 o 31 de diciembre cuando en las casas de la cuadra se hacía sentir la alegría y felicidad del momento, él seguía solo sentado en el único banco de la placita.
Los muchachos éramos sus amigos, le hacíamos sus mandados y hasta a algunos adolescentes les prestaba dinero cuando la urgencia de ir al cine apremiaba.
Cuando murió, lo deduzco porque no lo volví a ver, yo ya no estaba en la ciudad, no me enteré de los detalles de su entierro.
La vejez, cuando llega sin raíces y sin nombres que la acompañen, se vuelve una frontera donde el tiempo pesa más que los años. El Sr. Luis, —ese extranjero sin patria, sin familia y sin certezas— encarna la forma más desnuda de la soledad: la que no es elección ni refugio, sino destino.
Hay una ternura silenciosa en cómo se integra a la vida del barrio: no desde el parentesco, sino desde los pequeños gestos cotidianos. Los muchachos fuimos su única comunidad, su última familia improvisada. En esos mandados, en esos préstamos para ir al cine, en esa presencia constante en el banco de la placita, se tejieron vínculos humildes pero reales.
Su historia recuerda algo más: que incluso quienes parecen pasar por el mundo sin dejar huella, la dejan. No lo vi morir, no supe de su entierro, pero quedó en mi memoria. Lo que no tuvo en familia lo tuvo en recuerdo; lo que no encontró en pertenencia lo encontró en la mirada de los muchachos que lo escuchaban y aún lo recuerdan como yo.
La vejez solitaria, así, no es solo un final triste: es también un espejo que nos obliga a pensar en la fragilidad de los vínculos, en cómo una vida entera puede quedar reducida a un banco, una cicatriz y una historia contada. Pero también nos recuerda que nadie está completamente olvidado mientras alguien conserve su nombre, aunque sea en un recuerdo de infancia.