No se necesita una explicación detallada de lo que sucede.
En este momento no importa por qué han pasado las cosas. La verdad es que, a esta altura, ya no hay razón para averiguar qué ocurrió y cómo.
Esa situación no se resolvería. Lo veo y se nota que le cuesta respirar. No se quiere mover. La sábana está sucia, impregnada de un olor ocre que da náuseas.
Lo único que importa es que está a punto de morir, y no es que sus signos vitales se hayan disminuido, o una enfermedad esté acabando con su cuerpo. Lo que le motivaba a vivir ya no existe.
Llegué a pensar que me llamarían para avisarme que se lanzó por el balcón, o que llegaría a su casa y lo encontraría colgado del maletero del estudio; lo más alto y firme que hay en esa casa.
Reconozco que de momentos pienso que no me importa lo que haga. Es verdad. Sé que es un pensamiento horrible, pero ya no sé qué hacer.
Hoy llegué y la cama no tenía las sábanas. Están en la secadora. La torre de platos y potes plásticos sucios, que habitualmente había en la cocina, están lavados.
Lo encontré sentado en una silla que sacó al balcón. Tenía ropa limpia.
Se sorprendió un poco cuando abrí la puerta, pero después me ignoró.
Había ido con la intención de ponerme a ordenar un poco, pero todo estaba limpio, o al menos mucho más limpio que la última vez que vine.
Me acerqué al balcón. Lo saludé, y se quedó callado. Me quedé a su lado. Sin voltear a verme, tomó mi mano y la apretó fuerte como dándome las gracias.
No me atreví a preguntarle si se sentía mejor, pero sí, si quería me quedaría un rato más, a lo que respondió que no era necesario. Con pocas palabras me pidió disculpas por ponerme en una situación tan angustiante, y con una palmada en su espalda, me fui.
Ayer pude verlo detenido en el semáforo. Me parece que cantaba o hablaba solo mientras tenía las manos en el volante.
Le mandé un mensaje diciéndole dónde guardé los cuchillos y los productos de limpieza que me parecieron peligrosos.
Lo leyó.
No respondió.
Solo un “ok” en mi mensaje.