Retrato del Doctor Gachet
1890
Me siento frente al televisor. En uno de esos canales de streaming, buscando algo que me atraiga y distraiga.
¿Una serie? ¿Una pelicula? Y miro … miro … abro una película. La veo y me desintereso antes de llegar a su final.
Abro un programa … dos o tres episodios después … y comienza el desinterés, con la amarga certeza de que he perdido el tiempo.
Busco otro … y otro … y así, en una irritante sucesión, nada me llama la atención. Y empiezo a preocuparme. ¿Qué pasa? ¿Algún síntoma de déficit de atención? ¿Alzheimer no tan temprano? ¿O una fuerte sensación de déjà vu? ¿Debería preocuparme por cómo me siento? ¿O con lo que me presentan? ¿O ambos?
Nos estamos acostumbrando a ver algo lo que proporciona un cierto consuelo en la trama, donde ya se intuye su desarrollo y hasta su final. ¿Consolador?
Hasta hace un tiempo, cuando las opciones para acceder a este tipo de atracciones eran mucho más restringidas, o inexistentes, tuve buenos momentos de sorpresa. De satisfacción al apreciar atractivos que incluso podrían considerarse verdaderas obras.
Pero ahora, esa situación se volvió difícil. Rara vez me sorprende. Lo máximo que puedo sentir se puede expresar en un irónico “interesante”. ¿Estoy siendo exigente? ¿O la oferta es excesiva?
Con la tecnología digital, las ideas ganaron alas enormes y poderosas. Pero, en el fondo, siguen siendo los mismos. Como si fueran conflictos shakesperianos en HD plus + ubicados en alguna galaxia no muy lejana. Mucha creatividad para la tecnología, pero ninguno para cuentos, salvo contadas excepciones en algún guión de ciencia ficción o literatura que haya escrito Gabriel García Márquez o Haruki Murakami, por nombrar algunos.
“No hay nada nuevo bajo el sol, y la eterna repetición de las cosas es la eterna repetición de los males.
Cuanto más sabes, más te compadeces. Y los justos, como los malvados, nacidos del polvo, se convierten en polvo”. Eça de Queiroz.
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