Días felices, 1920
Fuente: https://www.wikiart.org/
Ser feliz es raíz profunda, mezcla de historia y ética. Es saber que, aunque el mundo se tambalee, uno puede reír, cocinar, contar cuentos con nombres imposibles y bailar con los recuerdos. Es como tener béisbol en la sangre sin haber pisado el campo. No depende del clima ni del dólar paralelo. Es vivir con lentitud activa, como quien pela mangos sin apuro y escucha la radio con atención.
Estar feliz, en cambio, es aroma de pan caliente: llega, se disfruta y se va, dejando migas y sonrisas sin explicación. Es el instante en que el café está en su punto, el arroz con leche se comparte a cucharadas, alguien dice algo absurdo y todos ríen. Es el relámpago, el gol inesperado, el abrazo sin plan, el chiste que solo entienden los que comparten la sobremesa.
No hay que subestimar el estar. A veces, esa felicidad breve nos rescata. Es el cilantro en el sancocho: discreto, pero esencial. Es el salvavidas que recuerda que ser feliz es posible. Que la felicidad no es meta, sino forma de andar.
Hoy, con más memoria que prisa, elijo estar feliz. No he renunciado al ser, pero entendí que puede esperar mientras el estar me sostiene. Es el “te quiero” sin ceremonia, la arepa que se infla justo antes de voltearla, el chiste mal contado que provoca ternura.
Privilegio el estar porque no exige eternidad. Aparece en la risa compartida, en el olor del sofrito, en la voz que me recuerda quién soy. No necesita pasaporte ni certificado. Es suficiente. Es la caricia que suma, el texto que toca el corazón, el silencio que se llena de música.
La felicidad no es propiedad privada ni estado perpetuo. Es visita inesperada que se sienta a la mesa, deja risas en el mantel y se va sin cerrar la puerta.
Ser feliz es arquitectura de vida. Estar feliz —ah, estar feliz— es instante que se vuelve eterno. Y sí, eso me basta. Elijo estar feliz.
