Hace mucho tiempo, una amiga me decía que las personas podían dividirse en dos grupos: el de las boyas, que rescataban, ayudaban, hacen surgir, y el de las anclas, que halan hacia abajo, ahogan, inmovilizan.
Me gustó mucho esa idea, y más adelante la complementé leyendo a Rosa Montero, no recuerdo en cuál de sus libros, pero ella explicaba, palabra más o menos, que había gente enteramente hecha de luz y gente enteramente hecha de sombras y que la gran mayoría de nosotros deambulaba entre los dos extremos.
Pues bien, esta semana terminó la visita de mi amiga Suse, quien vino a comprobar que es una de las personas más “boyas” que he conocido. Claro, ya se veía venir, porque desde que nos conocemos siempre ha habido un magnetismo muy especial entre las dos, pero hasta ahora ni habíamos convivido bajo el mismo techo, ni habíamos interactuado con tanta cercanía.
Era algo que tenía que pasar, porque desde que puse un pie en Porto fue ella la primera persona en la que pensé. Porque Suse, como buena fotógrafa, yo sabía que no le iban a alcanzar los ojos para todo lo que hay que ver y fotografiar aquí.
¡Y por fin vino! Un día me confesó que antes de viajar le había preocupado la presencia del señor de mi casa, “un Google ambulante” como lo definió, porque temía no tener conversación a su altura. Lo que ella no sabía, y de lo que se dio cuenta después, es que él es capaz de conversar sobre cualquier asunto. Es más, le gusta mucho descubrir y escuchar a las personas, así que mientras yo dormía ellos dos se desayunaron varias veces dicharachando sobre mil asuntos.
Suse vino a sumar. Preparó un ceviche de fábula, arregló unas plantas, y sobre todo nos hizo reír como hace tiempo nadie nos hacía reír. Tanto ella como nosotros confesamos en varios momentos lo bien que nos sentíamos juntos, porque era algo que no podíamos evitar comentar.
Al despedirse se le aguaron los ojos, y, como los tiene claros, se le pusieron rojos como los de los conejos. Yo, que hace mucho tiempo no logro que los míos se me agüen, lo que hice fue darle un abrazo muy apretado y reiterarle que como ya conocía el camino podía volver cuando quisiera.
Tras de sí dejó una barrita de proteínas que anoche me comí, y una camisa, que, como estaba en el tendedero, se le acabó olvidando. Se lo conté por teléfono y, menudita y frágil, me autorizó a que se la regalara al señor de mi casa, lo que de más está decir que fue motivo de una nueva carcajada.