Mis días comienzan con una caminata tempranera y un nudo.
Es una nueva rutina que comenzó hace unas semanas atrás, impulsada por una dulce huésped que acojo en mi casa este verano.
Ella es dulce y peluda.
No más acertijos, es la perrita de mi hijo, se llama Panda.
Ella ha movido mis horarios, mis rutas, me ha hecho conocer nuevos paisajes y personas. Al principio le oponía resistencia, pero ahora la dejo que sea ella quien me guíe.
Me he adaptado a su ritmo; me detengo si ella quiere oler la grama, o rascarse, o saludar a otro perro; me devuelvo si se quiere regresar a la casa, la dejo si se quiere bañar en el río.
En fin, Panda me ha recordado la importancia de una virtud a veces menospreciada: la flexibilidad; esa que contribuye a la felicidad de uno y la de los demás.
Y no solo eso.
El aire fresco de la mañana aclara la mente, y así como ella va olfateando troncos y raíces, yo también voy olisqueando, mis temores, mis soledades, mis pequeños “Everest”.
Al final de la caminata, Panda hace una danza y busca el lugar perfecto para “descargar”.
Yo recojo sus “leños” como los llama mi hijo, con una bolsita a la cual le hago un nudo bien apretado, antes de botarla en el basurero.
Ella se sacude y se limpia las patas como una lobita y sigue su camino, alegre y ligera.
Igual que yo.
Como que el aire prístino de la mañana junto a mi nueva maestra “Zen”, Panda, sirven para procesar y desechar todo lo que me angustie en el basurero psíquico, así, en una bolsita imaginaria, bien anudada eso sí, para que no regresen.
Panda me va a hacer mucha falta cuando tenga que regresarla a sus amos, pero prometo ejercitar la flexibilidad y “descargar”, a diario, todo contenido amargo de mi cabeza.
Citado por muchos, pero originalmente articulado por el filósofo griego Diógenes de Sinope (colega de Tales de Mileto y Platón de Albóndigas, perdón de Atenas):
“Mientras más conozco a los hombres, más quiero a mi perro”.