
Fuente: Muro de Aurelia Goldner, Facebook
Cuenta la historia que antes de su gran éxito cinematográfico, que fue, como se sabe, la primera entrega de la saga de Rocky Balboa, su protagonista, Sylvester Stallone, conoció de cerca la pobreza, supo lo que era sentir que el dinero no alcanzara, y lo peor: su sueño de triunfar parecía estar cada vez más lejano.
Con una esposa embarazada y un sueldo miserable, que no era suficiente ni para cubrir la renta del más que modesto apartamento donde vivían, Stallone tomó una decisión drástica y decidió vender a su perro Butkus por cuarenta dólares, dado que tampoco tenía cómo mantenerlo.
Ya se sabe cuál es la continuación de la historia, que sí tuvo un final feliz: pese a que había sido rechazado múltiples veces como actor, luego de tanto insistir, le dieron la oportunidad y apareció en su propia película como el gran Rocky Balboa, recaudando a la postre una buena taquilla.
Esto le permitió recuperar a su perro al cabo de un tiempo. El mismo actor cuenta que pasó días frente al lugar donde se había encontrado con el sujeto al que se lo vendió y que tuvo que entregar una fuerte suma (se dice que fueron miles de dólares) para poder comprarlo de vuelta.
Pero lo que no nos cuentan, al menos no con detalle, es lo que sucedió en ese primer momento, cuando Sylvester y Butkus se reencontraron y volvieron a estar juntos, después de varios meses, casi un año.
Entonces Butkus lo miró, con esos ojos lánguidos y perrunos. No le recriminó nada a Balboa, pero sí le preguntó algo en lo que había estado pensado durante todo ese tiempo:
– ¿Qué habría pasado si la película hubiese sido un fracaso? No nos habríamos vuelto a ver, ¿verdad? – le ladró el dolido animal.
Entonces Sylvester, incapaz de sostener aquella mirada, se convirtió en un mar de lágrimas. Fue la primera vez que vieron llorar a Rocky. Y no era actuación.