Mi verano transcurre en un campo minado.
Disculpen la analogía un poco violenta, pero así se sienten estas inesperadas detonaciones que a diario suceden a mi alrededor.
Yo pensaba que iba a ser un largo y solitario estío, pues mi “caos feliz”, es decir mis hijos y nietos, están disfrutando de unas muy merecidas vacaciones.
De pronto “volví los ojos a mi propia historia” parafraseando al poeta Andrés Eloy Blanco, y tuve “flashes” de mí misma hace muchos años: “termínense el desayuno, lávense los dientes, ¿dónde está la camisa de gimnasia?, mami, apúrate que nos deja el autobús, mami, fírmame la tarea, el carro no prende, se me quedó la lonchera, Leonor el jefe te requiere en su oficina…”
Si, definitivamente muy merecidas vacaciones, las de ellos y las mías, mi inalienable derecho a no hacer nada y, a propósito de esto, les dejo para el final una cita de mi filósofo favorito.
El prospecto de este íngrimo verano con días de sol de medianoche pues, me inquietaba un poco.
Yo siempre me ufano de tener mi soledad domesticada, el arte de estar sola y no sentirme sola, pero el haber perdido ya hace unos años el “calor de la perfecta compañía” como reza un poema de mi lejana juventud, a veces duele.
Volviendo al campo minado, en estos días larguísimos de verano, así de la nada, incluso a veces antes de pararme de la cama, se fueron produciendo estas trepidaciones en mi ánimo.
Gestos amables.
Esos que no me canso de decir, me conquistan para siempre.
Mensajes alentadores, llamadas, invitaciones a almorzar, a conversar, al cine, o a caminar que alegraron mis días de verano.
Muy pronto, mi desorden feliz estará de regreso. Ellos a sus muy ocupadas vidas. Yo a continuar haciendo “lo menos posible”, como dice una buena amiga.
Los dejo con la prometida cita.
“El único problema de no hacer nada,
es que uno no sabe cuándo termina”
Winnie The Pooh