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Estaba seguro de que era ella a quien había visto con Pólux en la acera de Oporto.
Me di la vuelta y la encontré. Helena. El rostro que lanzó mil barcos. Me acerqué.
“¿Tienes fuego?”, pregunté.
Sonrió. Metió la mano en el bolso. Sacó un mechero.
“Por supuesto”, dijo.
Se inclinó hacia mí. Podía oler su perfume. El mechero echó chispas. Vi cosas.
Troya en llamas. Gritos en el aire. Hombres muriendo. Bronce contra bronce. Sangre en el suelo.
Helena huyendo. Paris con ella. Aquiles cayendo. Una flecha en su talón.
Las visiones terminaron. La miré en sus ojos. Profundos. Antiguos, y reconociendo al Patroclo que había en mí.
Di una calada. “Gracias”, dije.
“De nada”, respondió.
Se alejó. La miré marcharse. El humo sabía amargo.
Entonces lo entendí. ¿Por qué lucharon por ella? ¿Por qué murieron? Ella no era solo hermosa. Era peligrosa.

alfredobehrens@gmail.com