De Instagram saqué esta semana un video de una conversación entre una cotorrita y un perro.
Antes de seguir leyendo, les pido que por favor lo vean.
¿Ya? Es evidente que el discurso del pajarraco no fue improvisado. Cuando llegó a hablar con el perro ya tenía rato rumiándolo, y, como suele suceder, mientras más vueltas, más nervios.
Después llega y arremete contra el perro y lo tupe con sus angustias, y el perro al principio le hace caso, pero después se aburre.
La cotorrita trata de involucrarlo: “tú no cabes dentro de un gato”, pero sin mucho resultado. Por último el perro le da la espalda y la deja con su tragedia.
Yo todavía me estoy riendo, pero es quizás porque la música me suena familiar.
Veamos. La cantidad de monstruos que nos cabe en la cabeza es ilimitada, y cuando se nos mete uno, sobre todo si es de noche, puede alcanzar dimensiones enormes. Y ahí es donde empezamos a alimentarlo con nuestro miedo y nuestra angustia. Crece y crece hasta que corremos a contárselo generalmente a quien ni ha participado en el proceso, ni por último tiene que ver mucho con eso.
Las probabilidades de que nos ignoren o nos desimportanticen son altísimas, con lo que nos sentimos más solos y con la sensación de que el otro, lejos de apaciguarlo, le acaba de dar una cucharada de vitaminas a nuestro monstruo.
Yo he perdido la cuenta de las veces que he hecho el papel de la cotorrita y no sin cierta vergüenza el del perro, sin terminar de entender de una vez por todas que lo que hace falta es apenas una aguja que reviente la burbuja. Ni más, ni menos. La simple mención de que, según los que entienden, más del 90% de lo que nos preocupa no llega a pasar, bastaría para darle una buena desinflada. Además, está comprobado que los gatos no comen cotorritas de plumas grises. Así que mejor quedarnos tranquilos…
Fue Directora Ejecutiva de la Fundación Andrés Mata de El Universal de Caracas, y Gerente del Centro de Documentación de TV Cultura de São Paulo. Es autora de varios libros y crónicas.
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