A J.C. Chirico
Cuando Luis Gualberto Rossi emigró a Europa, a principios de la década de los setenta, lo hizo en barco. Viajó en un buque ruso de pasajeros, el Máximo Gorki, porque era lo más económico. Así, partió rumbo a Vigo el único hijo del matrimonio Rossi Ancelotti.
A despedirlo en el puerto de Montevideo, aquel día fresco y nublado del mes de abril, fue toda la familia. Por supuesto, su abuelo, il nonno Carletto Rossi, que había enviudado hacía diez años. En el muelle todo era jolgorio hasta que el barco hizo sonar su sirena y soltó amarras. Entonces, todos se subieron al viejo Ford Prefect y rápidamente se dirigieron hacia la escollera Sarandí con la vana esperanza de verlo en cubierta para darle el último adiós. En el asiento delantero, sentaron al zapatero jubilado octogenario, quien permaneció callado durante toda la despedida. Quizá estaba sumido en una profunda pena o, tal vez, recordaba una similar despedida, hacía ya muchas décadas en su lejana Génova natal, cuando él también partió. Esa tarde, a la casa de los Rossi Ancelotti, acudieron los vecinos más amigos, para compartir con ellos mate y bizcochos, pero el nonno se encerró en su cuarto y no salió ni para cenar. Con el paso de los días, la vida volvió a su rutina habitual.
El abuelo, impávido, mantuvo su hábito de levantarse temprano, realizar una breve caminata por las mañanas, almorzar a la una y sentarse al sol por las tardes en su hamaca de jardín favorita, cubriéndose con una manta mientras escuchaba la radio y dormitaba. Cada tanto, los informativos mencionaban a España y entonces preguntaba: —¿Hay carta de Luigi? Era semianalfabeto y dependía de su hijo para que le leyeran las misivas.
La llegada de aquellas cartas era motivo de alegría para toda la familia y a menudo se leían en voz alta, dos y tres veces, a la hora de la cena; el nonno sonreía y decía en voz baja: —Va bene, va bene… Hasta que un día, cuando sorpresivamente y luego de escuchar con suma atención lo que le leían, el abuelo levantó la vista y preguntó: —¿Ma quando ritorna? Entonces se hizo un silencio sepulcral; el matrimonio Rossi se miró sin saber qué decir. Finalmente, el padre de Luis respiró hondo y explicó con dulzura: —Todavía falta, viejo. Hay que esperar un poco más…
El nonno caminó hasta la escollera Sarandí. Al llegar, saludó por cortesía a unos pescadores y se sentó a mirar el río ancho como mar. Permaneció un par de horas viendo a los buques partir y llegar. Y luego, cabizbajo, volvió sobre sus pasos a la hora del almuerzo. A partir de ese día, una vez por semana, iba hasta la escollera y se sentaba a esperar. Y allí falleció, seis meses más tarde, sentado, esperando.
Extraído de su libro “La Trinchera” 2022