Heráclito fue el filósofo a quien se atribuye la idea de que nunca es el mismo río el que pasa por un lugar. Aunque se hizo conocido por esto, en realidad era lo que hoy se consideraría el filósofo del yin y el yang. Creía en la unidad de los opuestos, por estar interconectados e interdependientes. Pero salió vagando por los campos con una dieta de grama y hierbas hasta enfermarse al punto de regresar a la ciudad y pedir ser cubierto con estiércol de vaca para liberar sus malos humores. Sin embargo, murió asfixiado; algunos dicen que por la humedad del estiércol, otros que murió calcinado por el sol jónico. Pero, como murió a los 80 años, puede que haya sido de Alzheimer.
Diógenes, un Sócrates alucinado, vivió predicando su filosofía. Imagínelo deambulando entre los atenienses como un perro (así lo llamaban) y escenificando actos absurdos para subvertir las motivaciones aceptadas. Creía que, abriendo las grietas de la psicología comunitaria, podría liberar a las personas de las tendencias a mecanizar que nos llevan a vivir en la oscuridad. Por eso, podría ser el patrono de los artistas de escena. Pero murió después de comer pulpo crudo; otros dicen que dejó de respirar por voluntad propia. Como murió cerca de los 90 años, podría haber sido de Alzheimer también.
A Francis Bacon se le podría atribuir haber convertido a Inglaterra en una isla intelectual. Rompió con el pensamiento aristotélico por estar basado en el razonamiento deductivo y originado en conceptos abstractos. Fiel a su pensamiento empirista, en un invierno riguroso, tuvo la idea de que la carne podría preservarse tanto por el frío como por la sal. No llegó al extremo de practicarlo en sí mismo, pero durante un paseo compró una gallina y la rellenó con nieve. Como resultado, cogió un resfriado tan fuerte que pocos días después el padre del empirismo, rozando los setenta años, murió de hipotermia. Puede que el Alzheimer lo haya matado. ¡Ah! Y la gallina no resucitó.
Mente sobre materia, dicen. El ejercicio vigoroso del intelecto, un baluarte contra el declive de la memoria. Sin embargo, considere la paradoja: nuestros más grandes pensadores, aquellos que habitaban el reino de las ideas, sucumbieron a la misma aflicción que su oficio debería haber alejado.