La noche estrellada, 1889
Hace demasiado tiempo que no veo las estrellas. He vivido por muchos años en ciudades que, de tan iluminadas, no me las dejan ver. Cuando las veía, soñaba. No recuerdo bien qué, pero el solo verlas me transportaba a la posibilidad de otras vidas, de otros mundos. Por esa época leí a Asimov y otros. No me interesaba tanto el nombre de ésta o de aquella otra estrella, menos aún me interesaba su edad, pero sí me enardecía la maravilla de la búsqueda por la comprensión del cosmos. Quién giraba en torno de quién. Que si el universo se expandía o no. Quienes buscaban suprimir el conocimiento, se aferraban a un mundo que sucumbiría al abrir una sola hendija que fuera.
Era tan interesante mirar a las estrellas como imaginarse la pobreza de los individuos agarrados a su ignorancia. Por aquella misma época, en la que vivía en una ciudad chica, tan próxima del campo que quienes tenían carros se iban al campo para ver más estrellas. Al regresar, los carros circulaban embarrados como si transitaran alegres de haber visto las estrellas. En esa ciudad podía ver las estrellas hasta de día en el barro sobre los carros, e imaginarme que si los malos pudieran verlas se les irían las ganas de apalear a los que pensaban diferente, como si no hubiera pasado el tiempo desde Galileo. Pero tal vez los brutos nacieron con anteojeras, o tal vez nunca vieron las estrellas, porque si las hubieran visto, tan solo una vez, no serían capaces, soñaba yo, de ser tan crueles. Tal vez aun hoy sea cuestión de, por las noches, apagar las luces un poquito siquiera, para iluminar a los brutos con la luz de las estrellas.
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