En la polvorienta biblioteca del Museo Arqueológico de Jordania, Elena miraba atónita el pergamino. Intrincados símbolos serpenteaban por la amarillenta superficie, prometiendo secretos olvidados hacía mucho tiempo. Cada curva, cada línea parecía gritar un significado, pero permanecía muda.
Al igual que los eruditos que descifraron los jeroglíficos egipcios o los científicos del SETI que imaginaron señales de civilizaciones en otros planetas, ella sintió la misma atracción magnética: la certeza de que allí había un mensaje, esperando a ser comprendido. Cada signo parecía contener un fragmento de la realidad, como creía Plotino: no eran meras representaciones, sino esencias divinas condensadas.
Elena sabía que la verdadera magia no estaba en el desciframiento completo, sino en el proceso de búsqueda en sí. El mensaje era casi secundario frente a la fascinación del enigma. Al igual que los descifradores de Champollion, que desentrañaban los secretos de los jeroglíficos egipcios, ella comprendía que cada símbolo era una capa de un puzzle infinito.
Pero si realmente quisiéramos entender el propósito de los mensajes, deberíamos intentar comprender las señales que deliberadamente enviamos a los demás, tan diferentes que ni siquiera sabemos cómo las interpretarían. Quizá deberíamos basar nuestra búsqueda de algún significado en la interpretación de las líneas de Nazca. ¿Qué querían decir dibujando imágenes que solo podían verse desde el cielo? ¿Esperaban que volvieran los visitantes? ¿Era nuestro planeta el infierno de otros?
Las preguntas resonaban en su mente como un susurro ancestral. ¿Era la comunicación algo más que una simple transmisión de palabras? Tal vez fuera un acto de trascendencia, un puente entre lo comprensible y lo místico.
Sus dedos rozaron ligeramente el pergamino. Cada símbolo era una ventana a lo desconocido, una invitación a imaginar mundos más allá de la comprensión inmediata. En aquel momento, Elena se sintió parte de un antiguo linaje de exploradores -arqueólogos, lingüistas, astrónomos y astrólogos-, todos unidos por el deseo de descifrar lo incomprensible, de encontrar sentido donde otros sólo veían caos.
La luz del atardecer entraba por las polvorientas ventanas de la biblioteca, creando un halo dorado alrededor del pergamino. Y allí, en ese instante suspendido, permaneció el misterio, intacto, desafiante, eternamente seductor, como todo lo que desconocemos.