Aunque mis dos últimos artículos en atril.press los he dedicado a la literatura, deseo aclarar que no soy especialista en la materia, solo siento una necesidad constante de leer y esto me ha llevado a mantener una amistad unilateral con algunos escritores, convirtiéndome en una especie de lectora-voyeur, que gracias a ese mundo particular que proporciona la lectura, me he llegado a considerar cercana hasta del mismísimo Mario Vargas Llosa.
Hace unos días les comenté sobre la presentación del bellísimo libro La Virgen del Árbol seco, poemario de Patricia Guzmán, donde la poesía se encuentra en la palabra y en el diseño. Con Patricia compartí encuentros de trabajo, literarios y también el peluquero.
Pero hoy voy a referirme a otra amistad, esta podría calificarse de platónica, porque a Elisa Lerner la conocí hace años, cuando ella asistía a eventos literarios donde sus amigos, como Isaac Chocrón, eran protagonistas. En algún momento me enteré que era hermana de Ruth Lerner de Almea, mujer respetada por su profesionalismo.
Luego me leí algunos libros de Elisa y entonces la “amistad” se hizo más estrecha. No me perdía sus escritos por considerarla cercana. Una de las últimas veces que escuché su voz fue en una producción teatral de Federico Pacanins titulada Elisa Lerner cinco piezas breves, cargada de sencillez y de un feminismo profundo. Su timbre claro no parecía pertenecer a una mujer que ya transitaba su novena década y dejó ese mensaje donde ni sobraban ni faltaban palabras, al mismo tiempo que refrendaba su manera de ver el mundo femenino. Unas palabras que harán mucha falta, sobre todo ahora, cuando el feminismo prefiere ser víctima a alcanzar su libertad.
También recuerdo otro trabajo actoral sobre su obra que produjeron Milagros Socorro y Neko Sánchez. Ojalá lo repongan como un homenaje a esta mujer que en una oportunidad señaló que un país sin universidades era un desierto.
Sellé mi amistad imaginaria con Elisa Lerner cuando citó a Hannah Arent, una de mis escritoras favoritas y al igual que Elisa, con una cultura profunda y dueña de sus palabras y pensamientos.
Los adultos también tenemos amigos invisibles que, a diferencia de los de los niños, tienen nombre y apellido.