Desde pequeños, nos inculcan la importancia de la lectura. Visitamos bibliotecas repletas de libros apilados que, a veces, apenas alcanzamos a tomar de los estantes. Nos enseñan a disfrutar las historias creadas por otros, pero rara vez se nos anima a crear las nuestras propias, a plasmar en palabras nuestros pensamientos, vivencias y sueños.
No obstante, existe algo innato en el ser humano: una chispa creativa que en algunos arde con más fuerza. Tal vez sea una necesidad de expresión, de dejar huella, de compartir una perspectiva única del mundo. O quizás una historia secreta, un universo imaginario que cobra vida en la mente infantil y anhela liberarse a través de la escritura.
Esta fuerza impulsora normalmente no nace de un mandato externo, sino de un lugar profundo dentro de uno mismo. Un lugar donde las ideas brotan sin cesar, donde los personajes cobran vida propia, donde las palabras danzan sobre el papel guiadas por la pasión interna del escritor en ciernes.
Así fui escribiendo pequeños discursos que leía en las asambleas de estudiantes.
Sin embargo, mi primer escrito publicado fue diferente. Siendo dirigente estudiantil en Uruguay, tendría yo unos 19 años, cuando ocurrió un evento curdo y divisorio que me motivó a escribir una carta a un prestigioso semanario. Amigos que leyeron la carta creyeron que había sido escrita por mi padre, “porque estaba escrita en difícil”. Es decir, no solo no se estimula a los jóvenes a escribir, sino que también se les deslegitima cuando escriben. En verdad, se necesita mucha fuerza para comenzar a escribir. En mi caso, nació de la necesidad apremiante de manifestar mi posición moral y cívica frente a un suceso inhumano.
Posteriormente, hice carrera universitaria, donde uno escribe como “ensillado”, amaestrado. Fue solo al jubilarme cuando comencé a escribir por placer, movido por aquella chispa creativa, como lo hago ahora.